viernes, 8 de junio de 2018

Con qué se compara el pecado mortal



         El pecado mortal, como el que cometieron Adán y Eva, es comparable a la muerte de una persona[1]: así como una persona muere cuando el alma se separa del cuerpo, así el alma muere cuando el alma se queda sin la gracia, que es la vida de Dios en el alma. Al quedarse sin la gracia, el alma muere irremediablemente, porque muere a la vida de Dios y esto aun cuando la persona continúe hablando, caminando, riendo, etc.; es decir, aun cuando la persona continúe con su vida cotidiana de todos los días.
         Por el Bautismo sacramental somos devueltos a la vida, luego de haber nacido muertos espiritualmente –porque el pecado de Adán y Eva se transmite en la generación y por eso los hombres nacemos con el pecado original, es decir, muertos a la vida de Dios-. Regresamos a la vida de Dios en el Bautismo porque allí Dios unió a Sí nuestra alma[2]. Sobre nuestra alma se vertió el Amor de Dios –el Espíritu Santo-, que quitó el pecado original y esto sucedió porque invisible y misteriosamente, pero no por eso menos real, sobre nuestras almas se derramó la Sangre de Jesús y, con la Sangre de Jesús, el Espíritu Santo. Al unir a Sí nuestra alma, Dios la hizo partícipe de su propia vida divina, haciéndola vivir desde entonces con una nueva vida, distinta a nuestra vida natural, y es la vida sobrenatural que da la gracia santificante. Nuestra obligación como cristianos es conservar, preservar y acrecentar esta vida[3].
         Cuando Dios nos une a Sí mismo concediéndonos su gracia y haciéndonos participar de su vida divina, a partir de ese momento, no nos abandona nunca. Es decir, si de Dios dependiera, jamás permitiría que nos quedemos sin la gracia santificante; jamás permitiría que nuestra alma muriera por el pecado mortal.
         La única manera por la cual la gracia de Dios deja de estar en el alma –y por lo tanto, el alma muere- es la separación de Dios, de parte nuestra, por parte del pecado. Como cometer un pecado es una acción libre y deliberada nuestra, Dios no se opone a nuestra libertad. Él no desea que nos apartemos de Él, pero tampoco se opone a nuestra libertad de separarnos de Él, libertad expresada en el deseo de cometer un pecado mortal. Es decir, recibimos la gracia gratuitamente, pero la perdemos libremente, por propia voluntad. Esta pérdida de la gracia supone la mayor desgracia para una persona –incomparablemente más grande a cualquier desgracia que pueda sobrevenir en esta vida- y ocurre cuando una persona, libremente consciente de su acción, toma la decisión de desobedecer a Dios, voluntariamente, en materia grave.
         Cuando esto sucede, es decir, cuando la persona sabe que es materia grave y lo mismo comete la acción, comete el pecado mortal, pecado por el cual el alma muere a la gracia de Dios y por eso se llama “mortal”. Esta desobediencia a Dios  y a su voluntad –expresada en los Diez Mandamientos y en esos Mandamientos explicitados por Jesucristo, la Sabiduría de Dios encarnada- consiste en el rechazo de Dios y su vida. Para darnos una idea, imaginemos un robot que está conectado a una fuente de energía eléctrica, que le permite sus operaciones y movimientos, por medio de unos cables: si se cortan los cables con una tijera o si se apaga el interruptor, deja de recibir energía eléctrica y el robot “muere”, es decir, queda sin su “vida” que le era proporcionada por la corriente eléctrica. O también podemos imaginar la luz de nuestra casa y qué es lo que ocurre durante un apagón: toda la casa queda a oscuras porque se fue la luz: la casa es nuestra alma, la luz es la gracia, la oscuridad es la consecuencia del pecado y lo que causó el apagón es el pecado mortal: el alma queda a oscuras y muerta luego del pecado mortal, aun cuando exteriormente pueda seguir cumpliendo sus funciones vitales normales.
         Pidamos siempre la gracia de que no se provoque un “corte de luz” en nuestras almas, que nuestras almas nunca se queden sin la gracia. Para eso, vale la jaculatoria con la cual Santo Domingo Savio, un niño santo del Oratorio de Don Bosco, recibió la Primera Comunión: a los nueve años de edad tenía tan claro qué era lo que sucedía en el alma, que su pedido frecuente era: “Morir antes que pecar”. Debemos siempre pedir la gracia de perseverar en la fe, en la gracia y en las buenas obras.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Cap. 6, 76.
[2] Cfr. Trese, ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

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