jueves, 3 de agosto de 2017

Para ir al Cielo, debemos estudiar en el Libro de la Vida, la Cruz de Jesús


(Santa Misa para niños en el aniversario de su escuela)

         Asistir a la escuela, para aprender, es algo muy bueno para nosotros, porque cada vez que aprendemos algo que es bueno, verdadero y útil, nos hacemos mejores personas. Por eso siempre debemos estar agradecidos a nuestros padres, por enviarnos a la escuela, y a nuestros maestros, por enseñarnos cosas buenas, verdaderas y útiles, porque todo lo que aprendemos de los libros y las lecciones que escuchamos de nuestros maestros, nos servirán luego, cuando seamos más grandes, para tener buenos trabajos, formar una familia, educar a los hijos pero, sobre todo, nos sirve para ser buenas personas.
         Por todo esto, vemos qué importante es que asistamos a la escuela, porque lo que aprendemos, nos sirve para la vida de todos los días. Ahora bien, si asistir a la escuela y aprender de los libros y estudiar las lecciones nos sirve para esta vida, hay otra escuela a la que debemos ir, y hay otro libro que debemos estudiar, y hay otra maestra a la que debemos escuchar, si es que queremos ir al cielo.
         La Escuela a la que debemos asistir, es a la escuela del Espíritu Santo, quien nos ilumina con su gracia y nos da inteligencia y amor por las cosas de Dios; el Libro que debemos leer y aprender, es el Libro de la Vida, que es Jesús crucificado, porque al contemplarlo en la Cruz, Jesús nos enseña cómo es el Camino para ir al cielo; la Maestra cuyas lecciones debemos escuchar y estudiar, es la Virgen, que está al pie de la Cruz, y nos enseña lo más importante de esta vida, que es amar a su Hijo Jesús y recibirlo, con un corazón puro, contrito, humillado y lleno de gracia, en la Comunión Eucarística.

         Es importante asistir a la escuela, pero mucho más importante es asistir a la Escuela del Espíritu Santo, para aprender las lecciones de la Maestra del Cielo, la Virgen María, y estudiar del Libro de la Vida, Jesús crucificado, para así poder ir al Reino de Dios, cuando termine nuestra vida en la tierra.

miércoles, 2 de agosto de 2017

El hombre, creado para Dios, cae del Paraíso por su rebelión contra su Creador (Parte 1)


         El hombre –con este término se designan los componentes del género humano, varón y mujer-, al estar formado de cuerpo material y de alma espiritual, es como un puente entre el mundo del espíritu y el mundo de la materia[1].
         El alma del hombre es espíritu, de una naturaleza similar al ángel; su cuerpo es materia, similar en naturaleza a los animales. Es decir, el hombre no es, ni espíritu puro, como los ángeles, ni solo materia, como los animales: está compuesto por la unión indisoluble de ambos, espíritu y materia, y por eso está relacionado con los dos mundos. No es ángel, pero tampoco bestia, aunque comparte rasgos de ambas naturalezas. Es un “animal racional”, entendiendo por “racional” su alma espiritual y por “animal” su cuerpo físico. Vive en el tiempo, pero está destinado a la eternidad. No perece sin dejar rastro, como los animales, que tienen un alma no espiritual y por ese motivo, cuando mueren, simplemente dejan de existir; al morir, el hombre continúa siendo hombre, porque si bien su cuerpo está destinado a la corrupción, su alma, por el hecho de ser espiritual, es inmortal y, por lo tanto, destinado a la vida eterna.
         Como los animales, el hombre tiene cuerpo material, pero es más que un animal, porque tiene inteligencia y voluntad; como los ángeles, el hombre tiene un espíritu inmortal, pero es menos que un ángel, porque está limitado por el cuerpo y además porque la naturaleza angélica es superior, por sí misma, a la naturaleza humana. Tanto el cuerpo, como el alma, son prodigios maravillosísimos que reflejan la Sabiduría y el Amor infinitos de Dios. Cuando se estudia el cuerpo humano, con su anatomía y su fisiología, no puede no asombrarse por la increíble precisión científica con la cual fue creado; con todo, el cuerpo es lo menos valioso que tenemos, porque el alma, al ser espiritual, es de mucho mayor valor, y al analizar su composición y sus funciones –entender, amar, elegir-, lo único que cabe es la admiración, por la hermosura del alma. Y de inmediato, la contemplación, tanto del cuerpo como del alma, elevan el pensamiento y el corazón a Dios, que es su Creador, que creó al hombre a su imagen y semejanza, y en esa elevación del pensamiento y del corazón, sólo cabe la gratitud por habernos creado superiores a los animales, semejantes a los ángeles por el alma, y semejantes a Él por la capacidad de pensar, amar y elegir. Es aquí cuando se entiende la tercera parte del Primer Mandamiento: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. El amor a nosotros mismos se demuestra con el cuidado del cuerpo y del alma, manteniendo la pureza, tanto de uno como de otro.




[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 55.