jueves, 30 de noviembre de 2017

La fórmula infalible para que un joven no fracase en los desafíos de la vida


"Camino al Cielo y camino al Infierno"
(Thomas Hawk)

(Homilía en ocasión de Santa Misa en acción de gracias 
por el egreso de la Primaria de un grupo de niños)

         Egresar quiere decir terminar una etapa de la vida con éxito –en este caso, ustedes han finalizado la etapa de la Escuela Primaria- y eso es un motivo para dar gracias a Dios, tal como lo estamos haciendo en esta Santa Misa.
         Pero a la vez, el egresar significa no solo dejar atrás una etapa de la vida, sino el comenzar otra, con nuevos desafíos, con nuevas exigencias, con nuevos esfuerzos, que traerá también éxitos, como así también sinsabores –en el caso de ustedes, niños, esta nueva etapa es, obviamente, la Escuela Secundaria-, sobre todo en estos momentos, en los que el mundo ha tomado una senda que es la opuesta al Camino que conduce a Dios.
         La Iglesia tiene una fórmula para que emprendan con todo éxito la nueva etapa que emprenden, como así también cualquier etapa de la vida. ¿En qué consiste esta fórmula? Para saberlo, imaginemos la siguiente situación: un joven cualquiera va caminando por un sendero, hasta que este sendero se bifurca en dos: un sendero, va hacia un prado florido, todo cubierto de césped, en donde corre un arroyo de aguas cristalinas, y el cielo está limpio, con un hermoso sol; el otro sendero, conduce hacia un bosque oscuro, tan oscuro, que no deja entrar la luz del sol; en este bosque, el que ingresa en él, está rodeado de bestias salvajes, listas para atacarlo; en este bosque hay serpientes venenosas de todo tipo; hay arañas enormes, alacranes, escorpiones, y todo tipo de alimañas. El que se interna en este bosque está solo y rodeado de peligros.
         ¿Qué quieren decir estas imágenes?
         El que elige el sendero que conduce a un prado florido, es el joven que toman a Jesús, el Hijo de la Sagrada Familia de Nazareth, como el modelo para su vida y trata de imitarlo en todo; es el joven que busca vivir en gracia, confesándose con frecuencia y comulgando en la misa dominical; es el joven que lleva en su mente y en su corazón los Mandamientos de la Ley de Dios; es el joven que tiene a la Virgen por Madre, a Dios por Padre y a Jesús por hermano. El que hace esto, vive con su alma en paz, aun cuando sobrevengan innumerables pruebas y desafíos, porque no está solo, sino que Jesús y María están con él y lo libran de todo peligro.
         El bosque oscuro significa el joven que, considerando que ya es grande, no necesita ni de la confesión, ni de la Eucaristía, ni de la oración, ni de Jesús, ni de María. Y, por lo tanto, se aleja de Dios y se interna en un lugar oscuro, rodeado de sombras vivientes, mucho más peligrosas que las fieras salvajes, que las serpientes, las arañas y los escorpiones.
         Entones, si un joven quiere atravesar las etapas de su vida con el alma en paz, que tome el Camino que conduce a Dios, que es Cristo Jesús, que para nosotros, los católicos, se nos entrega en Persona en la Eucaristía y se nos da, con su gracia, en la Confesión Sacramental.

         Por último, recemos todos juntos esta oración: “Oh Jesús crucificado, que estás en la Eucaristía para darme tu Amor. Te doy gracias por la etapa finalizada y te tu gracia y tu auxilio para comenzar con éxito una nueva etapa en mi vida. Nunca dejes que me aparte de Ti y haz que la Virgen, que es mi Madre, me cubra y proteja siempre con su manto y su amor maternal. Que tu Amor y tu gracia, tu Ley de la caridad y tus Mandamientos, estén sellados a fuego en mi mente y en mi corazón. Oh Jesús crucificado, que estás en la Eucaristía para darme tu Amor, ayúdame para imitarte en cada segundo de mi vida terrena, para así poder alabarte y amarte para siempre, en la vida eterna. Amén”.

viernes, 24 de noviembre de 2017

El pecado original


         Al crear al hombre, Dios no se contentó con darle los dones propios de su naturaleza –cuerpo perfecto y alma dotada de inteligencia y voluntad[1]-. Puesto que amaba tanto al hombre, Dios le dio además los llamados “dones preternaturales”, dones que no le correspondían por naturaleza y por los cuales el hombre no sufría ni moría, y además le concedió el don sobrenatural de la gracia santificante, por el cual el hombre vivía con la vida misma de Dios. Estos dones debían pasar, según el plan original de Dios, de Adán y Eva a todos los hombres, es decir, nosotros deberíamos haber nacido con esos dones. Ahora bien, ya que había creado al hombre a su imagen y semejanza, es decir, libre, y además lo había creado solo por amor –Dios no tenía necesidad del hombre- Dios necesitaba que el hombre, por un acto de libre elección, diera una muestra de su amor a Dios, porque Dios creó al hombre para este fin, para que le diera gloria, para que lo glorificara, pero esto el hombre debía hacerlo libremente. Con un acto libre de amor a Dios, el hombre, correspondiendo al acto libre de amor de Dios hacia Él al haberlo creado, habría de sellar su destino sobrenatural de unión con Dios en el cielo[2].
         El amor auténtico consiste en la entrega total, sin reservas, de uno mismo al ser al que se ama. En esta vida, solo hay una forma de probar el amor a Dios y es hacer su voluntad, expresada en sus Mandamientos y en la Ley de la caridad de Jesucristo. Por eso Jesús dice: “Si me amáis, cumpliréis mis Mandamientos” (Jn 14, 15). El que ama a Dios cumple sus Mandamientos por amor a Él, no por temor a ser castigado –aunque Dios sí puede castigar-. Para que el hombre pudiera probar su amor hacia Él, es que Dios le dio un mandato, uno solo: que no comiera del fruto de cierto árbol. Este acto de obediencia, por parte del hombre, era la prueba de amor que Dios necesitaba del hombre: al obedecerlo, el hombre manifestaría que prefería a Dios y su mandato, antes que su propia voluntad.
         Ahora bien, Adán y Eva fallaron en la prueba porque cometieron el primer pecado, que por ser el primero se llama “original”. No fue solo desobediencia, sino ante todo soberbia, porque en vez de oír a su Creador, abrieron sus oídos a las palabras del Tentador, quien les dijo que si desobedecían a Dios, iban a ser como Él, es decir, iban a ser “como dioses” (cfr. Gn 3, 5).
El pecado de Adán y Eva no tiene atenuantes ni excusas, porque ellos no eran ignorantes ni débiles, como nosotros; pecaron con total claridad de mente y dominio de las pasiones por la razón. Al igual que hizo el Diablo en el cielo, que se eligió a sí mismo en vez de a Dios, así hicieron Adán y Eva: se eligieron a sí mismos, antes que a Dios[3]. Y lo mismo sucede, en cierto sentido, con todo pecado: en la elección de uno mismo, antes que los Mandamientos de Dios.
         El pecado consiste precisamente en esto: en la elección de uno mismo, de nuestra propia voluntad, antes que la voluntad de Dios. Por eso, ante la tentación –la tentación en sí misma no es pecado; se convierte en pecado cuando se consiente la tentación-, un buen recurso es pedirle a la Virgen que nos haga recordar las palabras de Jesús en el Huerto de Getsemaní: “Que no se haga mi voluntad, oh Dios, sino la tuya” (cfr. Lc 22, 42). Si bien Jesús en el Huerto no eligió entre el pecado o la gracia, puesto que no podía pecar al ser Dios, sino que eligió la voluntad de Dios que era que Él muriera en la Cruz para salvarnos, su ejemplo y la participación en su vida por la gracia, sí nos pueden ayudar para que, puestos en la disyuntiva entre elegir la voluntad de Dios, manifestada en los Mandamientos, y nuestra propia voluntad, elijamos la voluntad de Dios –que siempre es santa y por lo tanto consiste en el cumplimiento de sus Mandamientos- y no la nuestra –que, debilitada por la mancha del pecado original, se siente atraída por la concupiscencia-.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 66.
[2] Cfr. Trese, ibidem.
[3] Cfr. Trese, ibidem.

martes, 21 de noviembre de 2017

De nada sirve triunfar en la vida si Dios no está en nosotros


(Homilía en la Santa Misa en acción de gracias por el egreso de la Escuela Primaria de un grupo de niños)

         Cuando finaliza una etapa en la vida, como sucede en el caso de ustedes, que están finalizando la etapa de la Escuela Primaria, se ingresa siempre en una nueva etapa. En este caso, para ustedes, niños, es, obviamente, desde el punto de vista de los estudios, la etapa de la Escuela Secundaria. Y una vez que finalice esta etapa, vendrá una nueva, que pueden ser ó continuar estudiando, ó comenzar a trabajar, para formar una familia, etc. Cada uno seguirá por un camino distinto, según sus capacidades y sus esfuerzos. Cada etapa de la vida tiene sus particularidades, sus más y sus menos, sus enseñanzas, sus pruebas, sus dificultades, y también sus alegrías y tristezas.
         En todo este sucederse de etapas, sin embargo, hay algo que no debe nunca dejar de tener en cuenta un niño y un joven cristiano, y son las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?” (Lc 9, 25). Estas palabras de Jesús son hoy más actuales que nunca, porque en la sociedad en la que vivimos, hay como una presión para hacer cosas que no siempre son buenas para las personas, como por ejemplo, el querer tener muchas cosas, muchos bienes, mucho dinero, o sino el tener fama, éxito, salir en la televisión, ser famoso, etc. Hay que prestar mucha atención, porque todas estas cosas no son buenas, no solo porque no dan paz al alma –aunque una persona sea la persona más rica del mundo, la riqueza no puede comprar ni un segundo de paz verdadera-, sino que la mayoría de estas cosas, alejan a la persona de Dios. Y fuera de Dios, nadie es feliz, ni tiene paz, ni se siente bien.
         En nuestro mundo, muchos ofrecen ganancias de dinero rápida, pero haciendo cosas que son contrarias a los Mandamientos de la Ley de Dios. Si alguien hace esto, puede ser que gane mucho dinero, pero perderá su alma para siempre en el Infierno. Por eso hay que tener siempre presentes las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”. Es decir, ¿de qué sirve ganar dinero ilícitamente, si así condenamos nuestra alma en el Infierno? A aquel que desee vivir cumpliendo los Mandamientos de Dios, no le faltará absolutamente nada, porque Dios es un Padre amoroso que sabe qué es lo que nosotros, sus hijos adoptivos, necesitamos. Quien cumple los Mandamientos de la Ley de Dios, muy probablemente no ganará el mundo, es decir, no obtendrá abundancia excesiva de bienes materiales, pero sí ganará su alma para la vida eterna, y al final, eso es lo que cuenta, como dice Santa Teresa: “El que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”.

         Al comenzar una nueva etapa en la vida, hagamos el propósito entonces de tener siempre en la mente y el corazón los Mandamientos de la Ley de Dios y las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Los ancestros del hombre no son los simios, sino Adán y Eva


La creación del hombre
(Miguel Ángel Buonarotti)

         Mal que le pese a los evolucionistas y aunque si fuera verdad, la Iglesia no tendría problemas en admitir la hipótesis –siempre y cuando se admita la creación del alma por parte de Dios en el momento en el que el “eslabón perdido” pasa a ser de mitad simio y mitad hombre, a hombre completo-, la teoría de la evolución está cada vez más lejos de ser comprobada científicamente[1]. Esto quiere decir que no pasa de una mera hipótesis, debido a que, en las investigaciones científicas, nunca fue encontrado el denominado “eslabón perdido”. Después de todo, para el punto de vista de la fe, es irrelevante si venimos del mono o no, porque si fuera cierto, como dijimos, en algún momento ese ser a mitad de camino entre simio y hombre, en el momento en el que pasaría a ser hombre, Dios le infundiría un alma, creando así la especie humana, formada por Adán y Eva. Tanto si venimos del simio, como si fuimos creados directamente por Dios –como lo sostiene la Iglesia Católica-, en las dos teorías, nuestras almas serían creadas por Dios inmediatamente al ser creado –o evolucionar- el cuerpo humano, y así tendríamos a los primeros especímenes de la raza humana, Adán y Eva[2].
         Lo que debemos creer y lo que el Génesis enseña con toda claridad es que el género humano desciende de una pareja original y que las almas de Adán y Eva (como las almas de cada uno de nosotros) fueron directa e inmediatamente creadas por Dios. Esto es así porque el alma es espíritu y no puede de ninguna manera “salir” de la materia y tampoco puede heredarse de los padres (al contrario del cuerpo, cuyos genes que lo constituyen, sí se hereda de los padres). El alma humana es creada por Dios en el mismo momento en el que se produce la concepción (de esto vemos que el embrión humano ya es un ser humano, distinto al ser de la madre y del padre). Por el alma, nos diferenciamos de los animales, que sólo buscan cosas de la tierra y se dejan guiar por sus instintos corporales: gracias al alma, el hombre eleva su mirada hacia las cosas espirituales, desea el cielo, desea vivir siempre, reconoce y ama la belleza, conoce la Verdad y ama el Bien[3].
         El antepasado del hombre no es, por lo tanto, el simio, sino la primera pareja humana, Adán y Eva. Ellos no eran hombres corrientes como nosotros, sometidos al envejecimiento, al dolor y a la muerte, sino que Dios los creó dotados de dones especialísimos, como por ejemplo, los dones “preternaturales” –aunque no pertenecen a la especie humana por derecho, la especie humana tiene la capacidad de recibirlos por don divino-, como por ejemplo, sabiduría y conocimiento de Dios y del mundo, de modo claro y sin esfuerzos; su voluntad controlaba las pasiones y los sentidos, lo cual hacía que tuvieran siempre paz en sus almas. No podían morir y no podían sufrir enfermedades, como tampoco podían envejecer. Al terminar la vida temporal, habrían entrado en la vida eterna con cuerpo y alma, sin pasar por la experiencia dolorosa de la muerte. Entre los dones sobrenaturales, estaba la Presencia del Espíritu Santo en sus almas y para graficarlo, podemos imaginar una transfusión de sangre: así como el paciente se une al donante al recibir su sangre, así las almas de Adán y Eva estaban unidas a Dios por el Amor de Dios y esta vida que vivían era la vida de la gracia santificante[4]. Dios los hacía participar de su vida en la tierra, para continuar haciéndolos participar de su vida en el cielo. Ahora bien, todo esto lo arruinó el pecado original. Como vemos, el pecado arruina la obra de Dios. Sin embargo, puesto que a Dios nadie puede ganarle –ni el pecado, ni la muerte, ni el Demonio-, Dios envió a su Hijo Jesucristo para destruir al pecado, para vencer a la muerte, para vencer para siempre al Demonio, con su Pasión y Muerte en Cruz. Dios siempre vence. Cuando experimentemos alguna dificultad o tribulación, o tentación, digamos siempre: “Dios mío, en tu nombre puedo vencer a los enemigos de mi salvación”.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, 61ss.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Los profesionales y trabajadores de la sanidad católicos no pueden ser cómplices de la cultura de la muerte


         En nuestros días, se trata de imponer, con fuerza cada vez mayor, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte”, esto es, una mentalidad y un obrar del hombre dirigido a suprimir la vida humana, desde su concepción, hasta su vejez, pasando por cualquier etapa intermedia.
         Tanto es así, que hoy abundan las clínicas abortivas, los centros de eutanasia, en donde se aplica la eutanasia solo por el hecho de que una persona esté deprimida, los centros de Fecundación in Vitro –por cada embrión vivo, se sacrifican, desechan o congelan unos treinta embriones promedio-, el alquiler de vientres –una aberración contra la maternidad y una esclavitud para la mujer-, y muchas otras iniciativas más, destinadas todas a destruir a la vida humana.
         El católico que se desempeña en el ámbito de la salud, no puede ser indiferente a esta oleada de muerte, que avasalla con el hombre, desde que nace, hasta que muere. El católico que se desempeña en el ámbito de la salud, debe oponerse con los medios legales a su alcance, entre ellos, la objeción de conciencia. Es decir, aun si, hipotéticamente, un centro de salud obligara, por ejemplo, a practicar un aborto, el católico tiene el deber de no obedecer a esa orden –nadie está obligado a obedecer lo que es pecado- y tiene el deber de hacer una objeción de conciencia y reclamar que se respete su conciencia, que es lo más sagrado que tiene el hombre. Entonces, el católico no puede ampararse y decir: “No me quedaba otra opción que obedecer y practicar el aborto”, porque es como decir: “No me quedaba otra opción que asesinar a sangre fría”.

         Como profesionales de la salud, los católicos deben oponerse firmemente a la “cultura de la muerte”, y si esta avanza, es por el silencio de los católicos. Es por eso que es necesario tener siempre presentes las palabras de Jesús: “Al que me niegue delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre” (Mt 10, 33).

miércoles, 8 de noviembre de 2017

El municipio en la concepción católica de la sociedad y del mundo


(Homilía en ocasión del Día del trabajador municipal)

         Cuando buscamos la definición y concepto de municipio, encontramos lo siguiente: “Un municipio es, al mismo tiempo, una división territorial y una entidad administrativa de nivel local, constituida por territorio, población y poderes públicos (…) es un ente organizativo dentro del Estado que goza de autonomía gubernamental y administrativa, cuya función es gestionar los intereses de una comunidad y dar solución a sus problemas”[1]. Es decir, el municipio es una entidad de gobierno autónoma, que busca ante todo “la gestión de los intereses” y la “solución de los problemas” de la comunidad. Es una entidad con poder, pero no es una entidad en la que el poder se busque por sí mismo, sino que el poder que detenta, para ser legítimo, debe estar al servicio de la población.
Ahora bien, en un país como Argentina, en donde se garantiza la libertad religiosa -la libertad de culto está garantizada por el artículo 14 de la Constitución Nacional-, pero al mismo tiempo, en su Constitución Nacional, se otorga al catolicismo una posición preeminente sobre las demás confesiones religiosas, ya que cuenta con un estatus jurídico diferenciado respecto al del resto de iglesias y confesiones -en el artículo 2 de la Constitución Nacional se dice: “Artículo 2. El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”[2]-, el concepto de municipio no es indiferente, ya que debe ajustarse a la Constitución. Esto quiere decir que el municipio debe guiarse, no por ideologías políticas, sino por la concepción católica del mundo, ya que es el catolicismo la religión sostenida por la entidad soberana que es el Estado.
En modo concreto, en esta concepción católica, el servicio prestado por el municipio –por sus integrantes laicos- es ante todo la búsqueda del Bien Común, tal como lo enseña el Magisterio de la Iglesia: “Los fieles laicos (no) pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”[3], que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.”[4]. Los fieles laicos deben participar en la política, pero una política que tenga como meta y objetivo la consecución del Bien Común de la sociedad, que abarca desde el respeto por la vida humana -es obvio que desde su concepción hasta su muerte natural-, hasta el resguardo del orden público.
En la concepción católica de la sociedad y del mundo –el mundo debe convertirse a Cristo Rey y proclamarlo como tal, es decir, el mundo debe reconocer a Cristo y solo a Cristo, el Hijo de Dios, como su Rey y Señor-, el municipio ocupa un lugar fundamental en la estructura de la sociedad, en su funcionamiento y en su progreso. Por encima de las familias, por debajo de la gobernación, el municipio es un órgano intermedio que se ocupa de realizar obras para el bien común de la sociedad y de la Nación.
Por eso mismo, debe estar alejado de concepciones idelógicas políticas opuestas al concepto de Bien Común –los partidos políticos, cuando no tienen a Cristo Rey como fundamento de su ser y obrar, hacen daño a la sociedad-; debe estar alejado de mezquinas peleas partidarias, ya que esto lo único que hace es dividir las fuerzas que son necesarias para la construcción de un porvenir venturoso para la Patria.
       El municipio, en la concepción católica de la sociedad y del mundo debe, entonces, evitar toda ideología política que atente contra el orden cristiano -ante todo, el materialismo marxista por un lado, y el liberalismo hedonista por otro-. Solo así, un municipio podrá contribuir a que la Patria logre el supremo Bien Común, la proclamación de Cristo como Rey y Señor de los corazones, de las familias y de la Patria.



[1] https://www.significados.com/municipio/
[2] http://leyes-ar.com/constitucion_nacional/2.htm
[3] JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42.
[4] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, NOTA DOCTRINAL sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, I.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Juan Pablo II y las alas de la razón y de la fe para volar hacia Dios


(Homilía para docentes de un instituto terciario)

         En su encíclica “Fides et Ratio”, Juan Pablo II afirmaba que el hombre poseía “dos alas” para volar hacia Dios, es decir, para elevar el alma a Dios, y esas eran la razón y la fe (católica): “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Ambas, razón natural y fe católica, no se contraponen ni contradicen nunca, porque la fe no se basa en verdades irracionales, sino en verdades racionales, aunque sobrenaturales, que superan la capacidad de comprensión de la razón humana. La razón, a su vez, es capaz de alcanzar la verdad, tanto las verdades parciales, como la Verdad Absoluta, que es Dios. Dios es la Verdad en sí misma y toda verdad, buena y santa, lo es por participación a la Verdad Absoluta que es Dios.
         Por esta razón, un docente, un profesor, un investigador –hablamos siempre de católicos-, en el orden que sea, no puede nunca declararse ni agnóstico ni ateo, y mucho menos apóstata. Esto sucede, lamentablemente, cuando se renuncia a una de las dos alas, o la fe sin razón, o la razón sin fe. La fe sin razón es puro fideísmo y conduce a creencias contrarias a la razón y al bien del hombre; la razón sin fe, priva al hombre de alcanzar la meta más grandiosa que pueda alguien alcanzar en esta vida, con su intelecto, y es la Verdad Absoluta, que es Dios.
         Un docente, un profesor, un investigador, del área que sea, que se declare agnóstico, ateo o apóstata –es el que reniega de la fe recibida en el Bautismo-, demuestra que posee una sola de las dos alas necesarias para elevar el alma a Dios, y le sucede lo que le sucede a un ave cuando está herida en un ala: así como el alma con un ala herida no puede remontarse hacia el cielo, así un hombre, sin la fe o sin la razón, no puede elevarse hacia el Dios Verdadero, que es la Verdad Absoluta e Increada en sí misma.
         Pero en estos casos, hay un agravante: al ser docente, no solo no se eleva él hacia Dios, sino que no permite que sus alumnos lo hagan, lo cual es una grave responsabilidad ante Dios y los hombres.

         Muchos, por diversas razones, pero más que todo, por moda, parecen creer que el ser ateos, agnósticos o apóstatas, es algo que es acorde a una condición intelectual superior; sin embargo, se equivocan grandemente, porque no se dan cuenta de que permanecen en tierra, como un ave herida, sin poder elevarse a Aquel que es la Verdad y la Belleza en sí misma, Dios Uno y Trino.