viernes, 11 de diciembre de 2015

La importancia de estudiar no solo la ciencia humana, sino ante todo la divina


(Homilía para la Santa Misa de acción de gracias por el egreso de niños de una escuela primaria)

         Estudiar, aunque parece algo fastidioso, es, sin embargo, algo fascinante, porque además de permitirnos conocer la realidad que nos rodea, nos perfecciona como seres humanos: antes de estudiar, no teníamos la perfección del conocimiento; después de estudiar, sí la tenemos, y por eso, somos más perfectos, a medida que estudiamos. Pero además, el estudio de las ciencias y de la sabiduría humana –formada a lo largo de los siglos por el aporte de millones de pensadores-, es importante para labrarnos un futuro mejor: estudiar nos abre las puertas para un mejor empleo, para que así podamos dar a nuestras familias un mejor pasar.
         Sin embargo, además del estudio de las ciencias y sabidurías humanas, hay otro estudio, de otra ciencia y otra sabiduría, que es mucho más importante, y es el estudio de la ciencia y la Sabiduría divinas. Y así como en la escuela, para estudiar, tenemos que leer un libro y aprender las lecciones de nuestra maestra o maestro, también en el estudio de la Divina Sabiduría, hay un libro misterioso que debemos aprender y una maestra a la que debemos escuchar atentamente en sus lecciones: el libro en el que se nos enseña la Sabiduría divina, es el Libro de la Cruz, en donde está la Sabiduría divina, Nuestro Señor Jesucristo, crucificado; la Maestra a la que debemos escuchar atentamente en sus lecciones, es la Virgen, que está al pie de la cruz.
         Para estudiar en este misterioso y sagrado libro, el Libro de la cruz, debemos acercarnos hasta Jesús crucificado y permanecer ante Él, de rodillas, contemplando su Cuerpo todo cubierto de heridas abiertas y sangrantes; su Sangre Preciosísima, que brota de sus manos, de sus pies, de su Sagrada Cabeza y de su Costado abierto. Pero además, debemos estar muy atentos a las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, que nos dice que debemos “hacer lo que Jesús hace en la cruz, amar lo que Jesús ama en la cruz y rechazar lo que Jesús rechaza en la cruz”: en la cruz, Jesús da su vida a Dios por amor a nosotros, y así nosotros debemos amar a Dios y a nuestros hermanos, hasta la muerte de cruz; en la cruz, Jesús tiene pensamientos santos y puros y sólo desea la eterna salvación de nuestras almas, así también nosotros, debemos pedirle a la Virgen tener siempre los mismos pensamientos santos y puros que tiene Jesús coronado de espinas, para vivir siempre en gracia; en la cruz, Jesús rechaza todo mal, todo pecado, toda mentira, toda violencia, y así también nosotros, debemos rechazar todo mal, todo pecado, toda mentira, toda violencia.

         Por último, así como el conocimiento de la ciencia humana nos abre las puertas para un futuro mejor, así también el conocimiento de la ciencia y de la Sabiduría divinas, que aprendemos leyendo en el Libro de la Cruz, y tomando las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, nos abren las Puertas del cielo y nos brindan un futuro inimaginablemente mejor que cualquiera de los mejores futuros de la tierra: la vida eterna en el Reino de los cielos.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Santa Misa en Acción de gracias


         La Acción de gracias, que es un gesto que parte de un corazón noble, es fundamentalmente una reacción religiosa de la creatura hacia Dios, porque reconoce, con alegría y asombro, la grandeza y la generosidad divina; el hombre descubre que Dios es el Creador, tanto del universo visible como del invisible, y que todo lo ha dispuesto para nuestro bien y por eso brota en el corazón el reconocimiento agradecido por la Bondad divina. En la Acción de gracias a Dios, está contenido el reconocimiento, tanto de la majestad y de la omnipotencia divinas, como de su bondad sin límites, pues todo lo ha creado para el hombre. La Acción de gracias, jubilosa y gozosa por la Bondad divina, es lo que caracteriza al cristiano; lo contrario, el no dar gracias a Dios por su inmensa bondad, es el pecado de los paganos, que no reconocen en Dios ni su grandeza, ni su gloria, y así lo dice San Pablo, al afirmar que los paganos “no dan a Dios ni gloria ni acción de gracias” (Rm 12, 1). El cristiano, por el contrario, cuando contempla el mundo, se maravilla y se alegra porque ve, en lo creado, la Sabiduría divina, el Amor Eterno y la Omnipotencia de Dios Uno y Trino, que ha puesto a su creatura que más ama, el hombre, como centro y como rey de la Creación, y es para él, para el hombre, que ha creado absolutamente todo el mundo material que vemos, como así también el mundo angélico, al que no vemos. La tierra, con sus frutos, ha sido creada para el hombre, para que el hombre se sirva de sus frutos y, con un corazón lleno de alegría, dé gracias continuamente a Dios por su inmensa bondad. Pero no sólo el mundo visible está a disposición del hombre: los ángeles, además de adorar a Dios, están al servicio de los hombres, porque cada hombre tiene su Ángel de la Guarda, así como también las naciones tienen su Ángel de la Guarda, y esto es también motivo para dar gracias a Dios, por su inmensa bondad y por su majestad divina.
         Dar gracias a Dios es muestra de un corazón religioso y noble, que reconoce que Dios ha creado la tierra, los animales, las montañas, los frutos de la tierra, para que el hombre se aproveche de ellos, no de modo egoísta, sino solidario, porque tiene el deber de amar a su hermano, sobre todo el más necesitado, y la forma de hacerlo es compartiendo, con su prójimo, lo que Dios ha creado y donado.
         Por último, si debemos dar gracias a Dios por el mundo creado, que es un don de su Amor, muchísimo más debemos darle gracias por el envío de su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que entregue su Cuerpo y su Sangre en la Cruz, para nuestra salvación, porque se trata de un don del Amor de Dios que supera toda capacidad de comprensión. Y la Acción de gracias por excelencia, es la Santa Misa, porque allí está contenido el único don que es digno de la majestad y bondad de Dios, la Eucaristía, que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

         

jueves, 26 de noviembre de 2015

El Niño Jesús, modelo a imitar para todo niño y joven


(Homilía para la Santa Misa de acción de gracias de un Instituto Primario y Secundario cuyo Patrono es el Divino Niño)

         Para todo niño y joven que desee ser feliz en esta vida y en la otra, hay sólo una cosa para hacer: imitar al Niño Jesús. ¿Por qué? Porque el Niño Jesús es Dios y Dios es amor, paz, alegría y felicidad en sí misma, lo cual quiere decir que quien más se acerque al Niño Jesús, más recibirá de Él lo que Él es: amor, paz, alegría, felicidad. Con Jesús sucede algo similar a lo que sucede con el sol en nuestro sistema solar: así como los planetas giran alrededor del sol, así nosotros giramos alrededor del Niño Dios, que es Sol de justicia, y así como los planetas más cercanos al sol reciben más luz y calor, así también, el alma que más se acerca al Divino Niño, recibe de Él su luz y el calor de su Amor. Pero también, así como los planetas más lejanos al sol, son los que están en la oscuridad y en el frío, así también, los niños y jóvenes que se alejan del Niño Dios, viven en las tinieblas y en el frío del corazón, que es ausencia de amor.
¿Cómo hacer para imitar al Niño Jesús y así alcanzar la felicidad en esta vida y en la otra? Lo que tenemos que hacer es saber cómo era Jesús en su vida como niño y como joven y lo primero que notamos es que Jesús vivía a la perfección los dos Mandamientos más importantes para niños y jóvenes, el Primero –“Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”- y el Cuarto –“Honrarás Padre y Madre”- y por eso es modelo perfecto en su cumplimiento. El niño y el joven que viva estos dos Mandamientos como los vivía Jesús, tiene la felicidad asegurada, en esta tierra y en la vida eterna.
         Con respecto al Primer Mandamiento, hay que decir que el Niño Jesús, que era Dios Hijo encarnado -“metido”, por así decir, en el cuerpo y el alma de un Niño humano-, amaba a su Padre Dios, que era su Padre desde la eternidad y el amor con el que lo amaba era el Amor que brotaba del Corazón Único de Dios: el Espíritu Santo. Por eso mismo, el Niño Jesús lo tenía siempre a Dios en la mente y en el corazón y en todo momento se dirigía a Él y nada hacía sin Dios Padre. Como Dios, el Niño Jesús era igual al Padre y el Padre estaba en Él y Él en el Padre y amaba al Padre con el Amor del Espíritu Santo; como Niño, es decir, como ser humano, también amaba a Dios, con el amor de su corazón humano, que estaba envuelto en las llamas del Amor Divino, el Espíritu Santo. Como Dios Hijo y como Niño Dios, el Divino Niño Jesús amaba tanto a Dios que nada pensaba, deseaba, decía ni hacía, sino era por el Amor de Dios y para su mayor gloria. En todo lo que el Niño Jesús hacía, pensaba, decía o quería, estaba siempre Dios en primer lugar: “¿Quiere Dios que piense así? ¿Quiere Dios que piense mal de esta persona? ¿Quiere Dios que hable mal de esta persona, que le haga algún mal?”. Por supuesto que Jesús no podía cometer pecados, porque Él era el mismo Dios y Dios es Tres veces Santo, es la santidad misma, pero siempre actuaba de manera de poner a Dios en primer lugar. Y con respecto a la otra parte del Primer Mandamiento, “amar al prójimo como a uno mismo”, el Niño Jesús también lo cumplía a la perfección, porque amaba a sus primos y amigos con el mismo Amor con el que amaba a su Padre Dios, es decir, los amaba con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
De la misma manera, los niños y jóvenes, imitando a Jesús Niño, deben poner a Dios Trino en primer lugar y saber que Dios siempre nos está mirando; aunque ningún humano nos mire, sí nos miran nuestro Ángel de la Guarda y, por supuesto, Dios mismo. Todo niño y joven, al pensar algo, al decir algo, al hacer algo, debe siempre preguntarse si eso lo haría el Niño Jesús, si eso lo diría el Niño Jesús, si eso lo pensaría el Niño Jesús. Como dijimos, Jesús jamás cometió pecado alguno, y por eso es el modelo ideal y perfectísimo para imitar si quiero vivir en el Amor de Dios. Si Jesús Niño jamás pensó nada malo, jamás dijo nada malo, jamás deseó nada malo, jamás hizo nada malo, entonces, yo tampoco debo jamás pensar mal, hablar mal, desear el mal, obrar el mal. Sólo así el Niño Jesús será mi modelo ideal para cumplir el Primer Mandamiento.
Jesús Niño también es el modelo ideal para cumplir el Cuarto Mandamiento: “Honrarás Padre y Madre”. Jesús Niño fue siempre un hijo sumamente obediente, cariñoso, respetuoso, afectuoso, con sus papás, la  Virgen y San José. Jesús amaba muchísimo tanto a su Mamá, la Virgen –de la cual nació milagrosamente, como un rayo de solo atraviesa el cristal, porque siendo Dios no podía nacer como cualquier hombre- como también amaba muchísimo a su Papá adoptivo, San José –San José era papá adoptivo de Jesús, porque su Papá verdadero era Dios Padre; así también, San José era solo esposo meramente legal de la Virgen, y esto quiere decir que el afecto y el trato entre ellos era como el de hermanos, porque la Virgen siempre fue Virgen y Jesús fue concebido por el Espíritu Santo, no por San José-, y este amor lo demostraba no solo con palabras, sino con obras, ayudando a su padre en la carpintería y aprendiendo el oficio de carpintero –en el que trabajó hasta que comenzó su vida pública- y ayudando a su Madre en las tareas domésticas, acompañándola al mercado, y todas las pequeñas cosas de las familias de todos los días. Jesús nunca les dio un mal rato a sus padres; jamás les levantó ni siquiera mínimamente la voz; jamás se enojó con ellos; jamás desobedeció; jamás hizo nada sin el conocimiento de sus padres; obedeció siempre a lo que le decían, y eso que Él era su Dios, Él era el Creador y Santificador de su Mamá y su Papá adoptivo, y sin embargo, en todo les obedecía. Y en el único momento de su vida en que pareció que hacía algo sin sus papás, fue cuando se quedó en el templo de Jerusalén durante tres días, hasta que María y José lo encontraron, pero Jesús hizo esto porque lo único que autoriza a dejar padre y madre es el llamado de Dios y eso es lo que hacía Jesús, ocuparse de las cosas de su Padre Dios.
Jesús era tan bueno con sus papás porque los amaba mucho, muchísimo: era el infinito Amor que les tenía, lo que hacía que en todo buscara siempre darles un contento y una alegría a ellos. Es decir, aunque Jesús no podía cometer ningún pecado, porque era Dios, la razón de su comportamiento perfecto para con sus papás de la tierra –la Virgen y San José- era el inmenso Amor que les tenía: todo lo que hacía Jesús, se originaba en el Amor de su Sagrado Corazón. De la misma manera, también los niños y jóvenes deben obrar así para con sus padres, o sea, movidos por el Amor: cuanto más se ame a los papás, más cuidado se tendrá en no provocarles un disgusto, obedeciendo en todo, aunque sea contrario al parecer propio –siempre que lo que se mande sea algo bueno, por supuesto-, y así se demostrará el amor a los papás, como el Niño Jesús.
El Divino Niño Jesús, entonces, no debe ser para el niño y el joven una mera devoción de la cual me acordaré una vez al año, cuando finalicen las clases; el Divino Niño Jesús no debe ser una mera imagen folclórica, retratada en un yeso o madera y a la que me acostumbro verla todos los días; no debe ser una mera imagen agradable, pero que para mí no significa nada: el Divino Niño Jesús, retratado en una imagen de yeso, es un ser vivo, porque es Dios, que conoce mis pensamientos aún antes de que los formule y es el Dios que me juzgará en el Amor al fin de mis días y como Dios, vive en el cielo, en la cruz y en la Eucaristía, y quiere también vivir en mi corazón; por eso es que el Divino Niño tiene que vivir en mi corazón y para eso tengo que dejarlo entrar en mí, para que mi corazón lata con el ritmo y la fuerza del Amor de Dios. Cuanto más amemos al Divino Niño Jesús y cuanto más tratemos de ser como Él, más felices seremos, en esta vida y en la eternidad.

martes, 17 de noviembre de 2015

La Virgen, Maestra del cielo, nos enseña la sabiduría del Libro de la Cruz


(Homilía para la Santa Misa de acción de gracias del último año de una escuela primaria)

         Estudiar y aprender lo que nos enseñan en la escuela, es algo sumamente necesario y bueno: además de que estudiar nos hace crecer porque nos perfecciona -antes de estudiar no sabíamos y luego, sí-, si no estudiamos, no podemos aprender y si no aprendemos, nos privamos tanto de saber cosas útiles para la vida, como así también perdemos la oportunidad de conseguir, el día de mañana, un buen trabajo, necesario para que cuando nos casemos, seamos capaces de mantener a la familia.
         Estudiar lo que nos enseñan en la escuela es bueno porque nos hace crecer como personas, al darnos una perfección que antes no teníamos, que es el saber. Para poder estudiar y aprender, tenemos que leer muchos libros y estar atentos a las enseñanzas de nuestros maestros y profesores: cuanta más atención y dedicación pongamos a sus lecciones, más conocimiento vamos a adquirir.
         Ahora bien, si estudiar las lecciones de los libros de la escuela que nos enseñan nuestros maestros y profesores es bueno, porque adquirimos sabiduría, hay otras lecciones que debemos aprender, leyendo un libro especial –el libro más hermoso del mundo-, que nos enseña una Maestra muy particular; una Maestra que nos enseña una Sabiduría que no se aprende en ninguna escuela del mundo: la Maestra es la Virgen, el Libro es la Cruz de Jesús, la Sabiduría que nos enseña las lecciones del Libro de la Cruz es Jesús, Sabiduría de Dios. Toda la Sabiduría que aprendemos de este Libro Sagrado y que nos enseña la Maestra del cielo que es la Virgen, nos sirven para que podamos ganarnos el cielo, para que podamos salvarnos. Por eso Santa Teresa de Ávila dice: “Al final, el que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”. ¿Y cómo nos salvamos? Estudiando las lecciones del Libro de la Cruz, aprendiendo las enseñanzas de la Maestra del cielo, la Virgen: así adquirimos la Ciencia divina necesaria para salvar nuestra alma y la de nuestros seres queridos.
         En el Libro de la Cruz, Jesús nos enseña todos los Mandamientos, todas las virtudes, todas las bienaventuranzas, es decir, todo lo que tenemos que ser y todo lo que tenemos que hacer para ganar el cielo. El que no quiere estudiar del Libro de la Cruz, no va a aprobar el Examen Final, el examen del Amor, la prueba en la caridad que nos tomará Dios Padre para saber si podemos entrar en el cielo.

         “Al final, el que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”. Para salvarnos, no alcanzan los conocimientos de la escuela: hay que estudiar el Libro de la Cruz, contemplando a Jesús crucificado y hay que prestar mucha atención a las lecciones que nos brinda la Maestra del cielo, la Virgen. Si estudiamos las lecciones del Libro de la Cruz y si somos atentos y dóciles a las enseñanzas de la Maestra del cielo, entonces sí vamos a poder aprobar el Examen Final –en ese Examen aprueba el que más Amor tiene, y tiene más Amor el que más estudia el Libro de la Cruz- y así vamos a poder ingresar en el Reino de Dios.

jueves, 29 de octubre de 2015

Jesucristo da el verdadero y único sentido de la vida para el joven


El Santo Padre Benedicto XVI, decía así a los jóvenes, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud, del año 2013[1]: “Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer?”. Es decir, el Papa constata algo que es una realidad de todos los días: muchos jóvenes no le encuentran sentido a la vida. Todavía más, confundidos por los medios de comunicación masiva, que difunden una visión materialista, hedonista y atea de la vida, piensan que esta vida consiste en tener fama, éxito mundano, bienes terrenos y en disfrutar de los placeres sensibles. Pero esto es un engaño, y lo único que hace, es arrojar oscuridad a la vida de los jóvenes.
Continúa luego el Santo Padre: “La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios”. Para el Santo Padre, lo que ilumina esta oscuridad, es la luz de la fe, pero no una fe cualquiera, sino la fe en Jesucristo, el Hombre-Dios. Esta vida es como estar en una noche fría y oscura, muy oscura, sin luz de luna, sin luz artificial, en medio de un bosque, en donde abundan las bestias salvajes, que están prontas a destruirnos: sólo la luz de la fe en Jesucristo, que brilla como una luminosa disipando las tinieblas, puede darnos calor y luz, una luz que ilumina nuestras mentes y corazones con la luz de Dios, al tiempo que ahuyenta a los seres de las tinieblas que buscan nuestra perdición.
Esta luz de la fe ilumina porque viene de Cristo, luz del mundo, muerto y resucitado, enviado por Dios Padre para liberarnos del mal; dice así el Santo Padre: “Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal”.
Entonces, la vida sí tiene sentido, y un sentido maravilloso: descubrir, por la luz de la fe, que Cristo es nuestro Salvador, que ha venido para darnos su Amor y para conducirnos al Reino de los cielos. Si fijamos nuestra vista en Jesús, que está en la cruz y en la Eucaristía, toda nuestra vida tendrá un sentido, que será el amar cada día más a Jesús en esta tierra, para seguir amándolo por toda la eternidad, en el Reino de los cielos. Éste es el sentido de la vida para el joven cristiano.
Y cuando el joven cristiano descubre a Cristo, Luz del mundo, que le señala el sentido de la vida, corre a anunciar esta Buena Noticia a sus amigos: “Cristo ha enviado a sus discípulos –a los jóvenes, N. del R.- para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva”.
Así vemos cómo la vida, lejos de carecer de sentido, tiene un sentido de vida eterna, cuando el joven descubre a Jesús.




[1] Benedicto XVI, Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 2013; cfr. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/messages/youth/documents/hf_ben-xvi_mes_20121018_youth.html

jueves, 1 de octubre de 2015

La Sagrada Familia de Nazareth, modelo para la familia


         Hoy en día se nos propone, por medio de los medios de comunicación, modelos llamados “alternativos” de familia; modelos que se separan de la concepción tradicional de familia; modelos desconocidos hasta ahora en la humanidad.
         Sin embargo, la Iglesia proporciona un solo modelo de familia, la Sagrada Familia de Nazareth. En esta Sagrada Familia, encuentran las familias y sus miembros, el modelo inigualable e inimitable a seguir.
         Las madres, encuentran su modelo en la Virgen, que es, al mismo tiempo, por obra y gracia del Espíritu Santo, Madre de Dios: así como la Virgen vivió su santidad en el seno de la familia, cuidando a su Hijo, que era el Hijo de Dios encarnado, y velando por su esposo, San José, que aunque era esposo meramente legal, recibió siempre un trato respetuoso y cordial por parte de la Virgen, así toda madre de familia, debe buscar santificarse en la vida familiar, cuidando de sus hijos y velando por su esposo, obrando siempre con caridad, con paciencia ejemplar, con amor, a imitación de la Virgen.
         Los hijos, encuentran su modelo en Jesús, que siendo el Hijo Eterno del Padre, eligió encarnarse en el seno de una familia y vivir su niñez, su juventud y parte de su adultez, en el seno de una familia, sometido al cuidado y a las órdenes de sus padres, la Virgen y San José, su padre adoptivo. Jesús es el modelo en el que deben reflejarse los hijos que deseen cumplir a la perfección el Cuarto Mandamiento: “Honrarás Padre y Madre”, porque nadie más que Jesús honró a sus padres terrenos con la mayor perfección posible, porque la honra a los padres se basa en el amor, y ningún hijo amó tanto a sus padres, como lo hizo Jesús. Así como es Jesús con sus padres –obediente, servicial, cariñoso, respetuoso, diligente, sacrificado-, así deben ser los hijos cristianos, con respecto a sus padres.
         Los papás y esposos, encuentran en San José el modelo ideal a seguir: San José era un esposo casto –sólo era esposo meramente legal de la Virgen, y el trato entre ellos era como el de los hermanos-, que cuidada con todo amor a su esposa, la Virgen, y a su hijo adoptivo, Jesús. San José era un padre ejemplar, porque si bien su Hijo era Dios, en la Persona del Hijo, lo mismo cuidó de Él, lo protegió de quienes lo perseguían –en la huida a Egipto, por causa de Herodes- y siempre trabajó y se sacrificó para llevar el sustento a su hogar.

         La Sagrada Familia de Nazareth es, entonces, el único modelo de familia, para todas las familias del mundo.

viernes, 14 de agosto de 2015

Joven, el cristianismo consiste en el encuentro con el Dios de la Eucaristía, Cristo Jesús

        
       En nuestros días, el cristianismo, más precisamente, el catolicismo, pareciera haber “pasado de moda”; pareciera que es más “cool” ser de cualquier otra religión –pentecostales, budistas, musulmanes-, o no pertenecer a ninguna, o tomar de cada religión lo que me parezca, para construirme una religión a mi medida. Hoy en día, parecería que es anticuado y fuera de moda el ser cristiano, porque el cristianismo ha pasado a ser una “opinión” más entre tantas, y que no es tenida en cuenta para nada, porque todo lo que se hace en nuestros días, se hace sin Dios y sin Cristo.
         Sin embargo, el cristianismo está muy lejos de ser una mera opinión y está muy lejos de haber “pasado de moda” o de ser algo “aburrido”: el cristianismo es, además de ser la única religión verdadera, una religión de misterios, de misterios sobrenaturales, celestiales, y por eso mismo fascinantes; lejos de haber pasado de moda, es más que actual, porque se funda en la Palabra eterna de Dios, Jesucristo, que está más allá de todo tiempo y de toda opinión humana; lejos de ser algo “aburrido”, es una religión maravillosa, porque nos revela, por Jesucristo, los misterios de Dios, los misterios del mundo y los misterios de esta vida. Lejos de ser, entonces, una religión sin vida, el cristianismo es una religión viva, porque surge de una Persona viva, Jesucristo, el Dios Viviente, que es la Vida en sí misma y que da vida a toda vida creatural. El cristianismo no es mera opinión, sino es el encuentro con una Persona viva, la Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en Jesús de Nazareth, que nos da su Amor en la cruz y en la Eucaristía y que nos lleva por lo tanto a amarlo y a hacerlo amar a nuestros prójimos. El cristianismo es un encuentro con el Amor misericordioso de Dios, encarnado en Jesús de Nazareth; es un encuentro de amor, que lleva todavía a más amor, es decir, es un llamado, una vocación de amor. 
         Y no hay  nada más hermoso en el mundo que amar, con un amor puro y celestial, porque hemos sido hechos para el Amor, porque fuimos creados por el Dios Amor, y ésa es la razón por la cual el 1er Mandamiento, que encierra toda la Ley de Dios, consiste en amar: a Dios, al prójimo y a uno mismo. 
         El cristianismo entonces es un encuentro con Dios, que es Amor -"Dios es Amor", dice 1 Jn 4, 8-, encarnado en Jesús de Nazareth, y Él nos da su Amor, que nos hace amarlo cada vez más, además de hacernos amar a nuestros prójimos.
       Dice así el Papa Juan Pablo II a los jóvenes: “Queridos jóvenes, ya lo sabéis: el cristianismo no es una opinión y no consiste en palabras vanas. ¡El cristianismo es Cristo! ¡Es una Persona, es el Viviente! Encontrar a Jesús, amarlo y hacerlo amar: he aquí la vocación cristiana”[1].
         Entonces, lejos de ser la Iglesia y el cristianismo algo “fuera de moda”, una “simple opinión”, o algo “aburrido”, el cristianismo esconde en sí mismo la felicidad para todo ser humano, y especialmente para los jóvenes, porque Cristo, siendo Dios, conoce a fondo nuestros corazones y nuestros deseos más profundos, y sólo Él es capaz de satisfacerlos plenamente, porque aquello con lo que satisface nuestros corazones y nuestros deseos, es su Amor, el Amor de su Sagrado Corazón, un Amor que es vivo, porque concede la vida eterna: “Queridos jóvenes, sólo Jesús conoce vuestro corazón, vuestros deseos más profundos. Sólo Él, que os ha amado hasta la muerte, (cfr Jn 13,1), es capaz de colmar vuestras aspiraciones. Sus palabras son palabras de vida eterna, palabras que dan sentido a la vida. Nadie fuera de Cristo podrá daros la verdadera felicidad”[2].
         Y ése Jesucristo, que es Dios y que nos concede su Amor, está en la cruz y en la Eucaristía -está en Persona en la Eucaristía y por eso se le llama "Dios de la Eucaristía"-, y para quien lo busca, no se hace esperar, sino que se deja encontrar, porque lo único que quiere es darnos todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.





[1] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la XVIII Jornada Mundial de la Juventud, 25 de julio 2002.
[2] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la XVIII Jornada Mundial de la Juventud, 25 de julio 2002.

jueves, 25 de junio de 2015

Por la muerte en cruz de Jesús, tenemos la esperanza cierta del reencuentro en el cielo con los seres queridos fallecidos


(Homilía en el aniversario de la muerte de un joven)

La muerte nos sorprende, nos deja sin palabras, nos angustia, nos deja con dolor, y mucho más, cuando se trata de la muerte de un joven, pero la fe en Cristo Jesús nos devuelve la esperanza del reencuentro con quienes nos hemos separado, porque la fe nos dice que Jesús ha muerto en la cruz y ha resucitado y porque ha destruido a la muerte con su muerte en cruz, para darnos su vida eterna, es posible reencontrarnos con aquellos a quienes la muerte nos  ha arrebatado.
         Por eso, para el cristiano, la muerte nunca tiene la última palabra, sino la cruz de Jesús, porque es Él quien la ha vencido para siempre, para darnos su Vida eterna y para llevarnos al cielo, adonde ya no hay más muerte, sino solo vida y Vida eterna. Porque Jesús ha muerto en cruz y ha resucitado, es que tenemos la esperanza del reencuentro en el cielo, con nuestros seres queridos, a quienes hoy recordamos con tristeza y con dolor. Pero, ¿cómo es el cielo, ese cielo al que esperamos ir? ¿Cómo es el cielo, el cielo cuyas puertas Jesús nos abrió con su muerte en cruz? ¿Cómo es el cielo en el que, por la Misericordia Divina, esperamos que estén ya nuestros seres queridos? Nos lo dice Santa Faustina Kowalska, quien tuvo una experiencia mística, y fue transportada al cielo, estando aún en esta vida: “27 XI [1936]. Hoy, en espíritu, estuve en el cielo y vi estas inconcebibles bellezas y la felicidad que nos esperan después de la muerte. Vi cómo todas las criaturas dan incesantemente honor y gloria a Dios; vi lo grande que es la felicidad en Dios que se derrama sobre todas las criaturas, haciéndolas felices; y todo honor y gloria que las hizo felices vuelve a la Fuente y ellas entran en la profundidad de Dios, contemplan la vida interior de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nunca entenderán ni penetrarán. Esta fuente de felicidad es invariable en su esencia, pero siempre nueva, brotando para hacer felices a todas las criaturas. Ahora comprendo a San Pablo que dijo: Ni el ojo vio, ni oído oyó, ni entró al corazón del hombre, lo que Dios preparó para los que le aman”[1].
         Santa Faustina dice que “después de la muerte” nos esperan “inconcebibles bellezas y felicidad” y que en el cielo hay un flujo continuo de Amor entre las creaturas y Dios: las creaturas “dan honor y gloria a Dios” y Dios a su vez derrama sobre ellas la “Fuente de la felicidad” que es Él mismo en su esencia, invariable e inagotable. En esta “Fuente de felicidad”, eterna e inagotable que es Dios, esperamos que estén nuestros seres queridos difuntos, pues esperamos que, por su Divina Misericordia, les haya perdonado sus pecados, muchos o pocos, que puedan haber cometido, y en esta “Fuente de felicidad”, eterna e inagotable, esperamos reencontrarnos nosotros, en Cristo, para ya nunca más separarnos.
         ¿Qué tenemos que hacer para reencontrarnos? Rechazar el pecado, vivir en gracia y obrar la misericordia. Así, estaremos seguros del reencuentro en Jesucristo, con nuestros seres queridos, en el Reino de los cielos, para gozar, junto con ellos, de la "Fuente de la felicidad", que es Dios.
        




[1] Cfr. Diario, 777.

miércoles, 3 de junio de 2015

En el cristiano debe prevalecer la alegría de la fe en Cristo resucitado por encima del dolor de la muerte


Homilía con ocasión de la muerte repentina de un joven

         Toda muerte produce angustia, dolor, tristeza, llanto, porque el ser querido, a quien amábamos, ya no está más entre nosotros. La muerte produce dolor y produce un sentimiento de estupor; conmociona, golpea emocional, psicológica y espiritualmente al ser humano, y la razón es que el ser humano no ha sido creado para morir, sino para vivir. El ser humano no está preparado para la muerte, porque no fue creado por Dios para morir, porque Dios “es un Dios Viviente, no un Dios de muertos” (cfr. Lc 20, 38), y por eso mismo, cuando acontece una muerte, esta produce desconcierto, dolor, angustia, tristeza, llanto. Mucho más, cuando ese ser querido que fallece, es un joven, en quien se supone que la vida debía aún desplegarse con todo su potencial vital, tanto en el presente como en el futuro y ahora, por la muerte, el desplegarse de ese potencial de vida queda repentinamente truncado.
         Sin embargo, el católico, frente a la muerte, no se queda solo en el dolor y en la angustia, y no se queda sin respuestas. Frente a la muerte, el católico tiene respuestas que dejan su alma tranquila, serena y en paz, e incluso hasta con alegría, aun cuando de sus ojos broten lágrimas que surquen sus mejillas y aun cuando su corazón esté estrujado por la tristeza y el dolor y esto se debe a que el cristiano católico cree y tiene fe en Jesucristo.
         La muerte no encuentra respuesta sino es a la luz de la cruz de Jesucristo, el Hombre-Dios, muerto en cruz y resucitado.
         Por la muerte en cruz de Jesucristo, aun cuando el cristiano no entienda cómo ni porqué, ya tiene un rayo de luz y de esperanza que tranquiliza su alma, porque sabe que Jesús ha vencido a la muerte y que por lo tanto, por su muerte en cruz y resurrección, tiene la certeza segurísima de reencontrarse con su ser querido, en el Amor de Cristo, en la otra vida, porque Jesús ha vencido a la muerte.
Por la fe sabemos que podemos volver a ver a nuestros seres queridos fallecidos, en Cristo, por su sacrificio en cruz y resurrección y por su Amor misericordioso; la fe católica nos dice que Cristo ha vencido a la muerte en la cruz y nos ha dado su Vida, la vida del Hombre-Dios, que es la Vida del Ser trinitario, la Vida eterna, y por eso, como católicos, frente a la tristeza que nos produce la muerte, tenemos como contrapartida la alegría de la resurrección de Cristo.
Pero no es un proceso “automático”: está en nosotros no dejarnos abatir por la tristeza de la muerte de nuestros seres queridos, sino dejarnos invadir por la alegría de la Resurrección de Jesucristo, porque si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará por nosotros. Para que la muerte de nuestros seres queridos no nos avasalle, y para que la alegría de la resurrección de Jesús predomine en nuestras vidas, debemos levantar la mirada a Jesús crucificado y, arrodillados ante la cruz, aferrados al manto de la Virgen, que está al pie de la cruz, contemplar a Cristo que muere en la cruz, y es aquí en donde comienza el proceso de serenidad y de calma para el alma, porque la fe me dice que ese Cristo que muere el Viernes Santo, es el Cristo que luego resucita el Domingo de Resurrección, y es el Cristo que se dona, con su Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la Vida Eterna de Dios, en la Eucaristía. La fe me dice que ese Cristo que muere en la cruz, es el Cristo que resucita el Domingo de Resurrección y es el mismo Cristo que vive en la Eucaristía.
Y es aquí en donde radica la esperanza del católico; es aquí, al pie de la cruz, de rodillas ante Jesús crucificado, en donde mi tristeza, mi llanto y mi dolor por mi ser querido fallecido, comienzan a convertirse, lentamente, en esperanza, en serena paz y hasta en alegría, una alegría profunda y serena, porque la fe me dice que Jesús ha vencido a la muerte, ha resucitado y que, por su muerte en cruz y resurrección, el reencuentro con quien amaba y ya no está porque murió, no es una fantasía, sino una posibilidad real, cierta, certísima, segurísima, porque Jesús es Dios y Él ha vencido a la muerte para siempre, en la cruz, para darnos su Vida eterna.
         Entonces, frente al dolor de la muerte, que me oprime el corazón, debo acudir, con ese corazón oprimido por el dolor, ante Jesús crucificado y, confiándome en la ayuda de la Virgen, elevar la mirada hacia Jesús que por nosotros muere en la cruz para darnos su Vida eterna, para resucitar el Domingo de Resurrección, para abrirnos las puertas del Reino de los cielos, y convertir así en una realidad el reencuentro con el ser amado a quien hoy la muerte me lo ha arrebatado.
         La fe católica nos dice entonces que frente a la muerte podemos estar tristes, porque es lógico que la muerte nos provoque tristeza, angustia, dolor; pero la fe católica nos dice también que de ninguna manera debemos dejarnos abatir por la tristeza, porque la alegría de la resurrección de Jesús es infinitamente más grande que la tristeza que la muerte pueda provocar. Pero eso es algo que solo lo podemos hacer con nuestra libertad, y nadie más puede hacerlo en lugar nuestro, porque la fe es un don, pero es también una respuesta libre a ese don: Jesús ha resucitado y su resurrección nos conforta con la esperanza del reencuentro con nuestros seres queridos fallecidos, en el Reino de los cielos, por su Misericordia, pero debemos aceptar y decir “Sí”, desde lo más profundo de nuestro ser, a esta verdad, de un modo personal e íntimo, para que la fuerza de la alegría de la resurrección de Jesús, invada el ser y derrote a la tristeza. Es necesario hacer el acto de fe de creer en Jesús resucitado, que en el cielo nos permitirá el reencuentro -para no separarnos más, con nuestros seres queridos-, porque si no lo hacemos de modo personal, nadie, ni siquiera Dios, podrá hacerlo por nosotros. Es por eso que es necesario, frente a la muerte, no detenerse en el dolor que provoca la muerte, sino, contemplando a Cristo muerto y resucitado, elevar el pensamiento y el alma a la certeza segurísima del reencuentro, en el Amor, con nuestros seres queridos, porque eso es lo que nos enseña nuestra fe católica.
Por otra parte, para que se produzca este reencuentro, de nuestra parte, debemos tener presente que no será automático, sino que tendremos que hacer tres cosas: evitar toda malicia del corazón, es decir, el pecado, porque el pecado nos aparta de Dios; vivir en gracia y obrar la misericordia.
         Si esto hacemos, estamos segurísimos, certísimos, del reencuentro, en el Amor de Cristo, el día de nuestra propia muerte, luego de nuestro propio juicio particular, por la Divina Misericordia de nuestro Dios, con nuestros seres queridos fallecidos, para ahora sí, ya nunca más separarnos, en el Reino de la eterna bienaventuranza.

         Con esta certeza en el pensamiento y en el corazón, podemos llorar a nuestros seres queridos fallecidos, pero ahora no nos abatirá la tristeza, sino que la alegría de Cristo resucitado brillará en lo más profundo de nuestras almas y será lo que sostendrá nuestras vidas y nos dará, aun en medio del dolor, serenidad, paz y alegría.

martes, 2 de junio de 2015

El joven, su deseo de felicidad y dónde buscarla


         Un filósofo de la Antigüedad, Aristóteles, decía que “todo hombre desea ser feliz”, porque la felicidad es como un sello que se imprime en el alma desde el momento mismo en que el alma es creada, y es por eso que, desde el primer instante de la concepción, comienza la búsqueda de la felicidad para todo hombre, una búsqueda que se extiende durante toda su vida, hasta el día mismo de su muerte.
         El deseo de felicidad, impreso en el alma, es tan fuerte y tan grande, que no se puede satisfacer con cualquier cosa, y ésa es la razón por la cual la búsqueda dura toda la vida y se la busca en muchas cosas y lugares.
         Precisamente, San Agustín, uno de los más grandes santos y doctores de la Iglesia, sostenía que no somos felices porque buscamos la felicidad en donde no podemos encontrarla, porque en esas cosas y lugares en donde la buscamos –que son cosas y lugares terrenos-, la felicidad no se encuentra.
         Esto nos plantea numerosas preguntas: ¿dónde se encuentra la felicidad? ¿Qué o Quién la proporciona? ¿A través de qué medios debo buscarla?
         Para acercarnos a las respuestas que buscamos, debemos comenzar por una respuesta negativa: dónde NO está la felicidad: en el dinero, en las riquezas materiales, en los bienes terrenos, en la satisfacción de las propias pasiones, en la fama, en el éxito mundano. Mucho menos, cuando todo esto se obtiene por medios ilícitos. Intentar ser felices con estas cosas, es como tratar de rellenar un abismo, del cual no veo el fondo, con un pequeño balde de arena. Es imposible: el abismo sin fondo, es el alma, creada para ser feliz; el balde de arena, es el dinero, las riquezas, la fama, el éxito, etc. Nada de eso puede hacer feliz al hombre, porque el hombre no ha sido creado para eso. Esto explica el porqué de muchas personas que, poseyendo grandes cantidades de dinero, por ejemplo, desean tener y tener más, acumulando cada vez más, al tiempo que, cuando tienen cada vez más, menos felices son: porque su alma no se siente feliz, ni con el dinero, ni con todo lo que el dinero proporciona.
         Entonces, ya podemos responder a la segunda pregunta: ¿qué o quién proporciona la felicidad? Y la respuesta es “Quién”, y ese “Quién” es Dios, porque sólo Él es el Único capaz de colmar ese abismo insaciable de felicidad que es el alma humana, porque sólo Dios es Espíritu Puro, Amor Puro, Paz verdadera, Sabiduría, Luz, e infinidad de virtudes y atributos, que colman y saturan al alma que se deja amar por Él. Sólo Dios, entonces, puede colmar la sed insaciable de felicidad que anida en lo más profundo del ser humano. Eso quiere decir que, cuanto más cerca estamos de Dios, más recibimos de Dios lo que Dios ES: Amor, Luz, Paz, Alegría, Felicidad, gozo, Sabiduría. Es por esto que San Agustín decía: “Nuestro corazón, Señor, está inquieto, hasta que no descansa en Ti”.
         La otra pregunta, entonces, es: ¿a través de qué medios buscar esa felicidad que sólo Dios puede dar? En la Sagrada Escritura se dice: “Buscad a Dios, mientras se deja encontrar” (cfr. Is 55, 6). Dios se hace el encontradizo; Dios parece como que no está, pero en cuanto empezamos a buscarlo, aparece, se nos muestra, sale a nuestro encuentro. ¿Dónde buscarlo? ¿Cómo buscarlo? Para el joven, mediante dos mandamientos: el Primero –“Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”- y el Cuarto –“Honrarás padre y madre”-. En la observancia de estos dos mandamientos, el joven encuentra a Dios y, al encontrar a Dios, se nutre de todo lo que Dios Es, y ve colmada su alma de alegría, de amor y de felicidad. Aunque además de los dos mandamientos, para encontrar a Dios son necesarias, la oración y la frecuencia de los sacramentos, Penitencia y Eucaristía, principalmente.
         Amar a Dios, honrar a los padres, hacer oración de la mano de la Virgen, recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús con el alma en gracia: ése es el simple y seguro camino a la felicidad, en esta vida y en la otra, para todo joven cristiano.


miércoles, 6 de mayo de 2015

Juan Pablo II: El joven está llamado a ser, en Cristo, “sal de la tierra y luz del mundo”

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En su Mensaje a la Juventud[1] para las Jornadas de la Juventud a realizarse en Canadá[2], el Santo Padre Juan Pablo II, citando el Evangelio, les decía a los jóvenes que ellos estaban llamados a ser la “sal de la tierra y la luz del mundo”, porque estaban llamados a vivir con una vida nueva, la vida de Jesús, el Hombre-Dios, que era la vida que habían recibido en el bautismo sacramental: “Vosotros sois la sal de la tierra....”. Como es bien sabido, una de las funciones principales de la sal es sazonar, dar gusto y sabor a los alimentos. Esta imagen nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente transformado, porque ha sido “sazonado” con la vida nueva que viene de Cristo” (cfr. Rm 6, 4)[3]. De esta manera, el Santo Padre les recordaba a los jóvenes que no estaban llamados para vivir según el mundo, que tiene el sabor del pecado y es tinieblas, sino que debían ser “sal” y “luz”, y que habían sido bautizados en la Iglesia, para que dieran sabor e iluminaran al mundo con la gracia recibida de Jesucristo en el bautismo sacramental. El mundo tiene sabor de pecado y está envuelto en tinieblas; el joven católico ha sido bautizado con la gracia de Jesucristo, ha sido lavado con la Sangre del Cordero, y por eso mismo, está llamado a consagrar su cuerpo como “hostia santa, viva y pura”, y está llamado a iluminar el mundo con la santidad del mismo Jesús, y a darle el sabor de la santidad de Jesús.
El joven cristiano, dice el Santo Padre, porque ha sido bautizado, ha sido “sazonado”, al igual que un alimento, cuando se le echa sal, y ha recibido un nuevo sabor, el sabor de Cristo, que es la gracia bautismal, y es lo que lo hace distinto a los demás; la gracia bautismal es la que convierte al cuerpo del cristiano en “templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19) y es lo que permite por lo tanto que el joven ofrezca su cuerpo a Jesús como una “víctima viva, santa y agradable a Dios”: “La sal (…) es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo y concediendo la capacidad de responder a su llamada para “que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1).
Así  como la sal le da al alimento un nuevo sabor, así el joven, que vive una vida nueva en Jesucristo, debe vivir una vida que es radicalmente distinta a la vida mundana; por lo tanto, el joven, bautizado en Cristo y nacido a la vida de los hijos de Dios, no puede, si quiere “sazonar” al mundo, es decir, si quiere a su vez dar al mundo un “gusto” nuevo -un sabor nuevo, que es el sabor de la santidad, el amor y la caridad de Jesús-, no puede vivir mundanamente, sino con la vida santa de Jesús, que es lo que agrada a Dios, porque la santidad de Jesús es lo único bueno y perfecto a los ojos de Dios. A Dios no le agrada el modo mundano de ser y de vivir; a Dios le agrada sólo el modo santo de ser y de vivir, y es por eso que, si un joven quiere agradar a Dios, debe imitar a Jesucristo, en quien “reside corporalmente la plenitud de la divinidad” (cfr. Col 2, 9): “Escribiendo a los cristianos de Roma, San Pablo los exhorta a manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus contemporáneos: “No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2).
¿Qué quería decir, más exactamente el Santo Padre, cuando decía que los jóvenes tenían que ser “sal”? Se refería a la gracia que habían recibido en el bautismo, pero también se refería a la fe en Jesús como Hombre-Dios, porque la fe en Jesús es lo que hace que esta vida sea vivida de un modo nuevo, no alegre ni divertido, sino apasionado, maravilloso, santo, porque la fe en Jesús nos hace descubrir un mundo fascinante: nos hace descubrir que hay un Dios en la cruz para amar; nos hace descubrir que hay un Dios en la Eucaristía para adorar; nos hace descubrir que tenemos una Madre del cielo para amar con amor de hijos; nos hace descubrir que tenemos un ángel de la guarda al cual encomendarnos cada día, todos los días; nos hace descubrir que hay un hermano para amar con el amor de Cristo; nos hace descubrir que hay una vida de gracia, que debemos conservar y acrecentar, y una vida de pecado, de la que debemos huir, como si fuera la peste; nos hace descubrir que hay un cielo para ganar y un infierno para evitar. Por eso el Santo Padre decía que los jóvenes debían ser “sal” del mundo, porque debían ser jóvenes con fe en Jesucristo, el Hombre-Dios, el Redentor, que debían “conservar y trasmitir” esa fe a los demás. Decía así el Santo Padre: “Durante mucho tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para conservar los alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar la fe que habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra generación tiene ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la fe” (cfr. 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14)[4].
         Pero, para vivir la fe, hay que descubrirla, hay que apasionarse por ella, hay que estudiarla, hay que profundizarla, hay que beberla de la vida de los santos y de los mártires de la Iglesia Católica, que dieron sus vidas por la fe en Jesús, el Hombre-Dios, y hay que practicarla, según los Mandamientos de la Ley de Dios: “¡Descubrid vuestras raíces cristianas, aprended la historia de la Iglesia, profundizad el conocimiento de la herencia espiritual que os ha sido transmitido, seguid a los testigos y a los maestros que os han precedido! Sólo permaneciendo fieles a los mandamientos de Dios, a la alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada en la Cruz, podréis ser los apóstoles y los testigos del nuevo milenio”[5].
         Decía el Santo Padre que el joven debe buscar la plenitud de la existencia –la perfección en el amor, en la vida, en el ser, que se dan solo en Jesucristo-, porque eso es lo propio de la condición humana y sobre todo del joven, y que si no lo hace, se cae en la mediocridad y el conformismo, que es lo que sucede en la actualidad, cuando se buscan diversiones “insulsas” y “modas pasajeras”: “Es propio de la condición humana, y especialmente de la juventud, buscar lo absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia. Queridos jóvenes, ¡no os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos! No os dejéis desanimar por los que, decepcionados de la vida, se han hecho sordos a los deseos más profundos y más auténticos de su corazón. Tenéis razón en no resignaros a las diversiones insulsas, a las modas pasajeras y a los proyectos insignificantes. Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis evitar la mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad”[6].
         ¿Qué quería decir el Santo Padre cuando decía que los jóvenes debían ser “luz del mundo”?
Ante todo, significa el deseo de no solo evitar el error y la mentira, sino de buscar la Verdad, que es Jesucristo. Así como la luz disipa las tinieblas y la oscuridad, así la luz de la Verdad, que es Cristo, disipa las tinieblas del error y del pecado, y por eso el joven, al buscar y encontrar a Cristo, y al llevar a Cristo en su corazón por la gracia, se convierte en “luz del mundo”, que ilumina, con la luz de Cristo, todos los ámbitos en donde se encuentra. Decía así Juan Pablo II: “Vosotros sois la luz del mundo....”. Para todos aquellos que al principio escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz evoca el deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que están impresos en lo más íntimo de cada ser humano. (…) Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana (cfr. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado! La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Cor 4, 6). Por eso adquieren un relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad” (cfr. Veritatis splendor, 88).
         Quien no busca, ni encuentra, ni lleva a Cristo en su corazón por la gracia, vive en las tinieblas más profundas, como sucede en nuestro mundo contemporáneo, caracterizado por ser un mundo sin Dios, y es por eso que el joven, iluminado por Cristo debe iluminar a sus hermanos con la luz de Jesús: “En el contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros, queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: “¡No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín!” (cf. Mt 5,15).
         En definitiva, según el Santo Padre Juan Pablo II, el joven está llamado, entonces, a ser santo, no a ser mundano; el joven está llamado a encontrar a Jesucristo y a conocerlo personalmente, para ser iluminado por Él, que es la “Luz del mundo”; el joven está llamado a vivir con la vida de santidad que le comunica Jesucristo, convirtiéndose, de esta manera, en “sal del mundo y luz de la tierra”, para así dar sabor al mundo e iluminarlo con la luz misma de Jesús: “Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la "azucena de los Mohawks". Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer milenio!”.
         Por último, ¿dónde encontrar a Jesús, para ser santos, para ser iluminados por Él, para ser “sal de la tierra y luz del mundo”?
         En la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; en la cruz, y en el prójimo más necesitado.



[2] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la XVII Jornada Mundial de la Juventud.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

viernes, 20 de marzo de 2015

La Ley Scout esconde el secreto de la felicidad para el Scout


        La Ley Scout esconde el secreto de la felicidad para un Scout y por eso mismo, un scout católico debe tener siempre presente, en su mente y en su corazón, tanto la Ley[1] como la Promesa[2] Scout: la Ley Scout le permitirá poner en orden a los valores más importantes de la vida; la Promesa Scout, a su vez, le permitirá vivir en concreto los valores y ponerlos por obra en la vida cotidiana; la unión de la Ley y de la Promesa -que es la puesta en obra de la Ley- dará la felicidad al Scout. Veamos un poco más en detalle el por qué. En el caso de los Scouts Católicos, es muy importante conocer la Ley Scout, porque sus preceptos, valores, normas y principios, se encuentran entre los más nobles y excelentes que pueda desear y adquirir un joven. Pero de entre todos estos preceptos, valores, normas y principios de la Ley Scout, hay uno, que es el más excelente de todos, y es el primero, porque en él está concentrada toda la Ley Scout: “El Scout ama a Dios y vive plenamente su Fe”. Si un Scout cumple con este precepto de la Ley Scout, cumple con toda la Ley Scout, porque sucede como con los Diez Mandamientos: así como el Primer Mandamiento –“Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”- resume y condensa a todos los Mandamientos, de manera tal que el que cumple el Primer Mandamiento, cumple todos los Mandamientos, así sucede con la Ley Scout: quien cumple con el primer precepto, cumple con toda la Ley Scout, porque en él está contenida toda la Ley.
         Por otra parte, no hay un precepto más hermoso -y aquí está la clave de porqué la Ley Scout esconde el secreto de la felicidad para el Scout- porque manda “amar a Dios” y “vivir plenamente” la Fe en Dios, y no puede haber un precepto más hermoso que el primero de la Ley Scout, porque manda amar al Amor, porque, como dice el Evangelista Juan, “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8). Sucede lo que sucede con la Ley de Dios: no hay un mandamiento más hermoso que el primero, que manda amar a Dios. El Scout se encuentra, entonces, en la “obligación” –bendita- de “amar a Dios”, porque así lo establece su Ley, tal como sucede con los Mandamientos de la Ley de Dios, en donde se “manda” amar a Dios. Ésta es entonces la razón de porqué decimos que la Ley Scout esconde el secreto de la felicidad para el Scout: porque manda "amar al Amor", y no hay nada más hermoso que eso.
Ahora bien, hay que precisar que, en el caso de los Scouts Católicos, el Dios al que hay que amar, no es un Dios que esté lejano, perdido en el cosmos, y del cual se tienen pocas o ninguna noticia; "la fe que hay que vivir", en el caso de los Scouts católicos, nos dice que el Dios de los Scouts católicos es un Dios que es Uno en naturaleza y Trino en Personas, como enseña el Catecismo de Primera Comunión, y que se ha encarnado, de esas Tres Divinas Personas, la Segunda, el Hijo, en Jesús de Nazareth. Es decir, para el Scout católico, el Dios al que hay que amar, el Dios al que manda la Ley Scout amar, tiene un Rostro, un Cuerpo, un Nombre: Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarna en el seno de María Virgen y es Dios, de majestad y poder iguales al Padre y al Espíritu Santo.
Entonces, si el Scout católico quiere cumplir y vivir la Ley Católica, tiene que dirigirse a su Dios, que se ha encarnado en Jesús de Nazareth, para amarlo, con todas las fuerzas de su corazón. ¿Y dónde está ese Dios, al que el Scout católico debe amar, con todas las fuerzas de su corazón? Ese Dios, Jesús de Nazareth, está en la cruz y está en la Eucaristía, y es ahí adonde debe acudir el Scout católico para amarlo y adorarlo, para así cumplir con la Ley Scout.






[1] 1 El/La Scout ama a Dios y vive plenamente su Fe. 2 El/La Scout es leal y digno/a de toda confianza. 3 El/La Scout es generoso/a, cortés y solidario/a. 4 El/La Scout es respetuoso/a y hermano/a de todos. 5 El/La Scout defiende y valora la familia. 6 El/La Scout ama y defiende la vida y la naturaleza. 7 El/La Scout sabe obedecer, elige y actúa con responsabilidad. 8 El/La Scout es optimista aún en las dificultades. 9 El/La Scout es económico/a, trabajador/a y respetuoso/a del bien ajeno. 10 El/La Scout es puro/a y lleva una vida sana. Cfr. http://www.scouts.org.ar/nosotros/ley-y-promesa
[2] Yo (….……………………..), por mi honor PROMETO/ hacer cuanto de mí dependa/ para cumplir mis deberes para/ con Dios, la Patria, con los demás y/ conmigo mismo,/ayudar al prójimo/y vivir la Ley Scout. http://www.scouts.org.ar/nosotros/ley-y-promesa

viernes, 13 de marzo de 2015

La oración es la fortaleza de la familia


         ¿Qué es lo que hace fuerte a una familia? Hay familias que ponen sus fortalezas en diversas cosas, como por ejemplo, alianzas matrimoniales, y es así como muchos, en la nobleza, se casan por conveniencia, para fortalecer sus títulos nobiliarios y acrecentar sus fortunas; otros, no tan nobles, pero deseosos también de aumentar sus fortunas, entablan alianzas matrimoniales sólo por conveniencia financiera, porque las respectivas familias tienen dinero y posesiones materiales; otros, ponen su confianza y fortaleza en la fama; otros, en la belleza; otros, en los talentos; otros, en la inteligencia; y así, hay familias en las que se destacan futbolistas, músicos, científicos, artistas.
         Estas familias depositan su confianza y fortaleza en talentos humanos.
         Pero todas estas cosas son efímeras, pasajeras, porque hoy están y mañana no; hoy están y mañana desaparecen. Una familia, que hoy es conocida porque tiene a un futbolista muy famoso y reconocido, multimillonario, que sale en televisión todos los días –y que por eso es una familia muy fuerte-, de la noche a la mañana, puede dejar de serlo, porque ese futbolista, o se muere, o se enferma gravemente, o por el motivo que sea, deja de jugar al fútbol, y así, lo que había sido el motivo de su fuerza humana, en segundos, se viene abajo.
         Así sucede con las realidades humanas: todo pende de un hilo, y ese hilo lo sostiene Dios con su poder, con su omnipotencia divina.
         Los humanos ponemos nuestra confianza y nuestra fuerza en seguridades humanas y creemos que todo funciona porque somos nosotros, los seres humanos, los que hacemos que las cosas funcionen. Pensamos que somos el motor del universo, y no nos damos cuenta de que el Motor del universo es Dios Uno y Trino y que ninguna de nuestras seguridades humanas es segura, si Dios no las asegura.
         Lo mismo pasa con la familia: la fortaleza de la familia no está en los lazos de sangre, ni en alianzas de conveniencia, en pactos por dinero, ni en seguros contra terceros: la fortaleza de la familia está en Dios y a Dios se llega por la oración y el ejemplo y modelo y camino de oración es Jesús en la cruz.
         Jesús en la cruz es ejemplo y modelo de oración para la familia, porque la oración de Jesús crucificado es la oración perfecta, porque es la oblación de Sí mismo como Víctima Pura y Santa, que expía los pecados del mundo y dona, con su Sangre derramada y su Cuerpo entregado, la gracia santificante que nos perdona los pecados y nos concede la filiación divina.
         Jesús en la cruz es el Camino de oración para la familia, porque nadie va al Padre sino por Jesús, el Unigénito, que en la cruz extiende sus brazos para donarnos el Espíritu Santo, el Espíritu que nos hace ser hijos de Dios y nos hace exclamar “Abbá”, es decir, “Padre”.
         Es entonces la oración y solo la oración la que hace fuerte a la familia, y la oración a Cristo crucificado, en Cristo crucificado, con Cristo crucificado, y es la razón por la cual en ninguna familia debe faltar el crucifijo –ni Jesús sin la cruz, ni la cruz sin Jesús-, que nunca debe ser un adorno, lo cual constituiría un agravio, sino un lugar de elevación del alma a Dios, es decir, un lugar de oración, de encuentro del alma con el Padre, por Cristo, en el Espíritu.
         Y si Jesús crucificado es el Camino que nos conduce al Padre, la Virgen al pie de la cruz es quien nos conduce a su Hijo Jesús, porque así como nadie va al Padre sino lo conduce el Hijo, así también es cierto que nadie va al Hijo sino lo conduce la Madre.
         La oración es la fortaleza de la familia, y es la oración ante el crucifijo, pero es también la oración que es la Santa Misa, porque en la Santa Misa, Jesús no está representado en su sacrificio, como en el crucifijo, sino que renueva, en la realidad, su Santo Sacrificio de la cruz, de modo sacramental e incruento, de manera que si ante el crucifijo se hace oración ante una representación pictórica de Jesucristo, en la Santa Misa se hace oración ante Jesucristo crucificado en la realidad, que entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz.

         La familia que reza a Jesús en la cruz y en la Misa, es verdaderamente fuerte, con la fortaleza misma de Dios.