lunes, 18 de octubre de 2010

Los santos aprecian la gracia


“Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1, 2). El Eclesiastés sostiene que todo en esta vida –honor, bienes, propiedades, salud, fama-, todo, absolutamente todo, es “vanidad de vanidades”. ¿Por qué? ¿Acaso entre los hombres no se piensa de una manera distinta? ¿Acaso no se estiman por grandes cosas el ser alabado, el tener fama, riquezas, honores, propiedades? ¿Hay alguien que estime por vanidad lo que el mundo tiene por grandeza? ¿Y que, al mismo tiempo, estime por grandeza lo que el mundo desprecia?

Es verdad que el mundo estima por grandes cosas todo esto, pero no es así a los ojos de Dios, porque la más mínima gracia divina es infinitamente mayor a cualquier bien material y terreno, y hay hombres que han apreciado el verdadero valor de la gracia, y si hay hombres que aprecian el verdadero valor de la gracia, sin duda alguna, esos hombres son los santos del Nuevo Testamento[1]. Si nosotros queremos, de alguna manera, darnos cuenta del valor de la gracia, entonces tenemos que seguir a los santos.

Ya sea para defender y para preservar la gracia, los santos no han tenido en cuenta ni el honor, ni los bienes materiales, ni las propiedades, ni siquiera sus vidas.

Aún más, ellos creían, luego de haber sacrificado todas estas cosas por la gracia, y luego de haber pagado tan grande precio, que habían hecho un gran negocio, al perder todos los bienes naturales y terrenos, porque la gracia les había sido dada de forma gratuita.

Los Santos tuvieron presentes en sus vidas las palabras de Jesús, que nos dice que hay que arrancar el ojo, cortar la mano o el pie, e incluso hasta dar la vida, con tal de no perder la gracia y el Cielo.

Siguiendo estas palabras de nuestro Salvador, el mártir Quirino permitió que cortaran sus manos y sus pies; San Serapión permitió que su cuerpo fuera cortado en pedacitos; San Nicéforo permitió ser quemado en una parrilla, y luego que su cuerpo fuera cortado en trozos. Pero no sólo estos cuantos mártires prefirieron que les mutilaran el cuerpo o les quitaran la vida antes que perder la gracia: cientos de miles de mártires también lo hicieron, a lo largo de la historia de la humanidad, e incluso soportando torturas aún mayores.

Todo lo que el infierno, junto a los hombres malvados, eran capaces de hacer, era nada en comparación a la decisión de los mártires de dar la vida antes que perder la gracia.

Otros santos no esperaron a que fueran los enemigos quien les infligiera crueldades: para escapar del peligro de perder la gracia, ellos libremente se volvieron sus propios tiranos, y se consideraron afortunados de ser capaces de “comprar” la perseverancia en la gracia a través de los más grandes sufrimientos, mortificaciones y sacrificios. Por ejemplo, San Juan Bonus colocaba cuñas de madera bajos sus uñas, para rechazar la tentación contra la santa pureza. El beato Martiniano hizo una pequeña hoguera con arbustos y hojas secas, y se dejó quemar por el fuego, meditando luego cuán insignificante era este dolor, en comparación con el fuego eterno del Infierno, del cual se haría merecedor si perdía la gracia. San Francisco se arrojó rodando sobre la nieve helada, para mortificarse y ser más fuerte contra las tentaciones de la carne.

Todos estos tormentos les parecían nada a los santos, con tal de perseverar en la gracia.

Los Santos no eran piedras, como lo dice Job: “…” (6, 12), de modo de ser insensibles al dolor o al placer, pero la percepción de la dulzura celestial de la gracia y el deseo de conservarla, era mucho más grande que todos los dolores, y fue lo que les dio ese grandioso valor y coraje, al que nosotros contemplamos con muda admiración.

Ellos preferían sacrificar la frágil vasija de barro de sus cuerpos, antes que perder el precioso tesoro de la gracia de sus almas.

Otros, a quienes se les ofrecían todos los honores y riquezas del mundo, prefirieron dejar todo y pasar sus vidas en sufrimiento y pobreza, antes que exponer sus vidas a los numerosos peligros con los cuales el mundo amenaza para quitar la gracia.

Miles de millones lo hicieron, y muchos lo continúan haciendo hoy en día.

El mundo se ríe y se burla de quienes obran de esta manera, pero quienes conocen el valor de la gracia, no dudan ni un instante en despreciarlo todo con tal de no perder la gracia. Reconocen, con una fe viva, el valor infinito de la gracia, y la nada miserable que es el mundo con toda su vanidad de vanidades: han puesto ambas cosas en la balanza, y se han dado cuenta que el mundo no cuenta nada.

Los Santos buscaron y encontraron en la gracia de Dios la paz celestial ansiada por sus corazones, y la aprecian tanto, que no permitieron ni permiten que ningún otro bien, ni ningún placer, les robe esta posesión o entorpezca su gozo.

¡Cuán avergonzados deberíamos estar nosotros, viendo estos grandiosos ejemplos, al comprobar cuán poco hacemos para mantenernos en gracia!

Evitamos el más mínimo sacrificio, que podría ayudarnos a alejar el peligro del pecado, o ayudarnos a permanecer fieles a los mandamientos de nuestro Padre celestial.

Todo pequeño sufrimiento, destinado a conservar la gracia, nos parece insoportable y demasiado grande.

De esta manera, no solo nos volvemos más débiles, sino que avivamos las llamas de los malos deseos.

Pero esto no debería ser así. Hagamos el propósito de sacrificar la salud y el cuerpo, el honor y la vida, y de dejar todas las cosas sin excepción, antes que exponernos al peligro de perder la gracia.

Todavía más, deberíamos avergonzarnos de cuán poco hacemos, en comparación con lo que han hecho y sufrido los Santos, no solo para retener la gracia, sino para aumentar la gracia en sí mismos y hacer además a otros partícipes de la misma.

Santa Brígida le suplicaba a Dios que no le importaba perder su belleza extraordinaria y aún ser desfigurada, si con eso ella conservaba más fácilmente su virginidad y podía servir así más libremente a Dios, y por eso le pidió a Dios, como gracia singular, ser deformada en el rostro.

San Mandet, hijo del rey de Irlanda, pidió y obtuvo de Dios, como un favor, una desagradable enfermedad, que deformó su cuerpo, al tiempo que le hacía despedir un olor pestilente de forma permanente, de modo que así no estaba obligado a casarse, y podía, de esa manera, conservar la gracia con mucha más pureza.

San Sabas, siendo joven, mientras trabajaba en un jardín, consintió en la tentación de tomar una manzana del árbol, con lo cual rompía el ayuno, y tendió la mano a un árbol, y en ese momento se dio cuenta de que había perdido la ocasión de incrementar la gracia, e inmediatamente la arrojó indignado al suelo y la pisoteó, y como castigo, se negó a sí mismo, por el resto de su vida, el placer de comer manzanas.

Cuando escucha estos testimonios, el mundo les llama desequilibrados, y los trata como a quienes han perdido la cabeza. Pero los Santos prefirieron esta locura, que es la locura de Cristo –“Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres” (cfr. 1 Cor 25).

¿Cómo podemos nosotros condenar a los Santos, sólo porque su rigor condena nuestra tibieza? Deberíamos, por el contrario, tomar conciencia que, a causa de nuestra debilidad, nuestros esfuerzos por conservar la gracia deberían ser aún mayores.

Debemos apreciar las humillaciones, la auto-negación, y la mortificación que practicaron los Padres del desierto y muchos Santos durante años, diariamente, para crecer en gracia y en mérito, y para ser más gratos a Dios.

Los Santos apreciaban grandemente la gracia, y por eso no sólo hacían lo que estaba a su alcance para no perderla, sino que incluso hacían más y más penitencia y obras de caridad, para incrementarla, y no sólo de día, sino también de noche, haciendo penitencia y rezando a altas horas.

Además, el amor por la gracia los llevaba a desear fervientemente que sus prójimos también participaran de la misma, y para que sus prójimos vivieran en gracia, no dudaron en dejar todo lo que tenían, incluido familia y países de origen, para transmitir a los demás la alegría de vivir en gracia.

Si los Santos tenían tanto entusiasmo por la gracia, era porque en la meditación habían adquirido un profundo conocimiento de su inmenso valor. Por eso cantaban así a la gracia: “¡Oh gracia divina, jardín de delicias, maestra de la vida! Eres nuestra guardiana, nuestra compañera, nuestra hermana y nuestra madre. ¡Luz deslumbrante, bálsamo puro y amable, muralla inexpugnable! ¡Árbol de vida, fuego ardiente, tea encendida, radiante sol! ¡Rocío de celestiales bendiciones, río del paraíso, amable arco iris, vino precioso del festín de Dios, leche de los hijos de Dios, aceite suave y sal reconfortante de nuestra alma, madre de todo bien!”

San Efrén dice así: “Esfuérzate por conservar siempre en tu espíritu la gracia divina y no te dejes engañar. Debes honrarla como a tu protectora, no sea que, ultrajada por ti, te abandone. Apréciala como a maestra invisible, para que no te pierdas en las tinieblas, si se alejara de ti. No afrontes combate alguno sin encomendarte a ella, pues quedarías vergonzosamente derrotado. No avances sin su compañía por el camino de la virtud, porque el león rugiente te prepara la emboscada. Sin que te hayas aconsejado de ella nada emprendas que se refiera a la salvación de tu alma, porque muchos dejaron seducir su corazón por la apariencia de bien.

Obedécele con corazón sumiso y ella te aclarará todos tus asuntos. Hará de ti un hijo del Todopoderoso, si la tomas por hermana. Como madre, te nutrirá de su seno; contra tus perseguidores te protegerá cual si fuera una madre. Puedes confiarte a su amor y a su condescendencia, pues ella es la reina de las criaturas.

¿Qué, todavía no has reconocido en ti el poder de su amor? Tampoco los lactantes se dan cuenta todavía de la solicitud maternal para con ellos. Ten paciencia, sométete a su dirección y recibirás sus frutos y sus bendiciones. Los niños pequeñitos no saben cómo son alimentados; pero cuando llegan a la edad adulta, admiran la fuerza de la naturaleza. Así también tú, si perseveras en la gracia divina, llegarás a la perfección”[2].

Todo es vanidad de vanidades, y los placeres y los atractivos del mundo son sólo espejos de colores, que brillan por un instante antes de mostrar su nada, y por ser nada, cansan y hartan al alma con su vacío sin sentido; sólo la gracia divina hace plenamente feliz al alma con la luz, la bondad, la alegría, la paz, y la vida de Dios Uno y Trino.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., The glories of Divine Grace, TAN Books Publisher, 306ss.

[2] De gratia.

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