miércoles, 20 de agosto de 2014

El joven cristiano ante la muerte


         Muchas veces la muerte se lleva a una vida joven, y cuando se lleva a una vida joven, sorprende, porque es un hecho mucho más inesperado que cuando se produce en vidas que ya han pasado la época de la juventud. La muerte provoca desconcierto, angustia, vacío, tristeza, pero sobre dolor, un profundo dolor, y mucho más cuando se trata de una persona joven, porque se supone que un joven, tiene todavía –como se dice- “toda una vida por delante”-, y por lo tanto, se ve cómo esa vida ha quedado, repentinamente, truncada. Los medios de comunicación nos brindan, a menudo, noticias en las que los jóvenes son protagonistas –efímeros- de tristes noticias, porque han perdido la vida por diversos motivos: accidentes automovilísticos, guerras, asesinatos, suicidios, enfermedades, tragedias, etc. En todos los casos, se repite siempre el mismo escenario y las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Acaso no tenía que vivir más tiempo? ¿Acaso no era demasiado joven para morir?

         Es en estos casos, en donde el misterio de la muerte resurge con mayor ímpetu, y es en estos casos en donde el joven cristiano debe estar más firme, para saber qué y cómo responder, para no quedar aplastado por el desconcierto y por el dolor.
         Para el joven cristiano, la muerte, si bien significa siempre tristeza, vacío, angustia, dolor, porque el ser querido ya no está más, no significa sin embargo nunca desesperación, abandono, irreversibilidad, porque el cristiano sabe que la muerte –junto a los otros enemigos del hombre, el demonio y el pecado- ha sido vencida definitivamente por Jesucristo en la cruz.

         En muchas representaciones pictóricas, puede verse a Cristo en la cruz, y puede verse cómo, al pie de la cruz, su Sangre escurre hacia abajo, hacia la tierra, penetrándola, empapándola, hasta alcanzar, hacia abajo, a un cráneo, que se encuentra en la profundidad de la tierra: según la Tradición, se trata del cráneo de Adán, puesto que, también según la Tradición, Jesús fue crucificado en el Monte Calvario, justo por encima en donde Adán fue sepultado, de modo que la Sangre de Jesús, escurriendo por los vericuetos de la roca e impregnando la tierra, llegó hasta el cráneo de Adán, y debido a que la Sangre de Jesús es portadora del Espíritu Santo, al tomar contacto con el cráneo de Adán, le dio vida, resucitándolo, y es así como Jesús, resucitando Él por su propio poder en el sepulcro, y resucitando a la humanidad, al infundir el Espíritu Santo, Dador de vida eterna, venció a la muerte. Esta es la razón por la cual el joven cristiano, frente a la muerte, no puede jamás, ni desesperarse, ni atormentarse, ni pensar que está todo perdido; por el contrario, el joven cristiano, frente a la muerte, debe elevar sus ojos a Jesús crucificado y pedir que sea su Sangre la que lo cubra, para verse por ella purificado de todo mal y de todo pecado, y confiar en su Misericordia.



         El joven cristiano debe, además, ser consciente de que, aun cuando él sea joven, la vida del hombre sobre la tierra es breve, tal como lo dice la Escritura: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir según tu voluntad”. Entonces, más que llorar a los que han partido –que es lícito hacerlo-, el joven cristiano debe, confiando en la Misericordia Divina, prepararse él mismo, obrando las obras de misericordia y viviendo en gracia, para entrar, el día que Dios lo llame al juicio particular, para sortear el juicio sin dificultad y así entrar en la Casa del Padre y vivir, con los seres queridos, con los ángeles, con los santos, con Jesús y con la Virgen, en la feliz bienaventuranza, por los siglos sin fin.




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