jueves, 21 de abril de 2011

El joven y el amor a los padres

Los padres constituyen, para los jóvenes, los primeros prójimos a los cuales se los debe amar, porque ellos son el prójimo del primer mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo”. Este “prójimo” son los padres.

La juventud es la época del amor, y como el joven está hecho para amar, debe vivir de manera particular dos mandamientos de la Ley de Dios, que mandan positivamente amar: el primero, que dice: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”, y el cuarto, que dice: “Honrar padre y madre”, porque este mandamiento está estrechamente relacionado con el primero, ya que nadie puede honrar a alguien, si no lo ama, y si lo ama, el amor es ya un modo de honrar.

No da lo mismo querer o no querer a los padres: es indicio de estar bajo el influjo del espíritu del mal el rechazo de los afectos humanos y de la ternura humana[1].

El joven, entonces, hecho para amar, debe vivir el primero y el cuarto mandamiento, con particular y especial dedicación, porque son mandamientos del amor, fundados en el Amor.

Los padres constituyen, para los jóvenes, los primeros prójimos a los cuales se los debe amar, porque ellos son el prójimo del primer mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo”. Este “prójimo” son los padres.

Esto debe ser así. En caso contrario, ¿cómo se puede vivir el primer mandamiento, “Amar a Dios”, a quien no se ve, sino se honra y se ama a esos prójimos tan especiales, llamados “padres”?

El Santo Padre Juan Pablo II, en su “Carta a las Familias” (15, 16), hace notar que no se puede tratar a los padres de cualquier manera: el cuarto mandamiento dice: “Honra a tu padre y a tu madre”, y honrar quiere decir “reconocer”; por lo tanto, “honrar padre y madre” quiere decir, según el Santo Padre, reconocerlos y respetarlos como padres, es decir, por el solo hecho de ser padres, como los dadores, junto a Dios, de la vida y de la existencia.

El joven debe vivir su amor cristiano en todo lugar y momento, y con todo prójimo, pero ante todo, en el primer lugar en donde debe mostrarse amable, respetuoso, cariñoso, paciente, afectuoso, generoso, es en el hogar, y los primeros prójimos que deben recibir su amor cristiano, son los padres: es con ellos con quienes debe vivir su llamado a ser “otro cristo”.

Si no se vive la filiación biológica, terrena, natural, con amor –el cual se expresa y se manifiesta en la honra-, ¿cómo se puede vivir la filiación divina, recibida en el bautismo, por medio de la cual se ama y se adora a Dios?

La filiación natural, biológica, es una preparación y un entrenamiento para vivir la filiación sobrenatural y divina. Pero si no soy amable y atento con mi madre y con mi padre, ¿cómo voy a poder decirle a Dios “Padre” y a la Virgen “Madre”? ¿Cómo voy a vivir la caridad con mis hermanos en el bautismo, si no vivo la caridad con mis hermanos de sangre?

La filiación biológica, y la fraternidad o hermandad biológicas, son una preparación y un ejercicio para vivir la filiación divina y la fraternidad divina: todos los bautizados somos hermanos entre nosotros, con un lazo infinitamente más fuerte que el lazo de sangre, porque es el lazo de la gracia divina.

Pero si no somos capaces de amar a nuestros hermanos biológicos, y de amar y de respetar a nuestros padres de la tierra, mucho menos seremos capaces de amar a nuestros hermanos espirituales, y a nuestros progenitores celestiales, Dios Padre y la Virgen nuestra Madre.


[1] Cfr. Malachi Martin, El rehén del diablo,

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