viernes, 2 de enero de 2015

Joven: la Confesión Sacramental es un encuentro con el Amor Misericordioso de Dios (3)


Para valorar y conocer la bondad y la grandeza de la confesión, hay que valorar y conocer aquello que la confesión quita del alma, el pecado.
Para eso, podemos imaginar a un estanciero, su hijo, y un peón. Imaginemos a un estanciero, un dueño de una estancia, muy grande, de miles de hectáreas, con miles de cabezas de ganado. Imaginemos que este estanciero, que es una persona noble, honrada, generosa, bondadosa, tiene un hijo, que vive con él, a quien este estanciero, que es su padre, le hace compartir todos sus bienes, con quien almuerza y come todos los días, y a quien le destina todo su afecto y su amistad y todos los cuidados de un padre dedicado.
Imaginemos también que posee un peón, que es un extraño, que está a su servicio, que trabaja por un sueldo, vive en la misma estancia, pero, a diferencia del hijo, no recibe ni los cuidados ni el afecto que el hijo sí recibe del padre. Recibe un trato justo y cordial, pero no el trato de hijo, ya que se trata de un extraño.
¿Qué pasaría si un buen día el peón, a pesar de que su patrón es justo y lo trata bien, se enoja con su patrón y lo ofende? El dueño de la estancia se vería ofendido por la malicia de un extraño, en su calidad de dueño de la estancia.
¿Y qué pasaría si el hijo, que vive de los bienes de su padre, que recibe todo el afecto de su padre, que es el heredero de su estancia y de todo lo que posee, también lo trata mal y lo ofende? El padre se vería ofendido por la malicia de su hijo no como dueño de la estancia, sino como padre.
¿Hay diferencia entre uno y en otro caso?
En los dos casos, hay una injusticia y una acción mala y deshonesta, tanto por parte del peón como por parte del hijo del estanciero.
En los dos casos la acción mala es la misma, una ofensa hacia alguien que es bueno y justo, pero hay una diferencia: en el caso del hijo, la acción mala es esencialmente distinta, más grave, y le provoca más dolor al estanciero, porque es su padre. El peón también lo ofende, pero su malicia es menor, y la ofensa también es menor: la maldad del hijo es superior a la del peón, justamente por ser hijo[1].
El hijo que ofende a su padre somos nosotros cuando pecamos, ya que nosotros hemos recibido la dignidad de la filiación divina en el bautismo. El peón es un pagano, alguien que pertenece a otra religión, que al ofender a Dios lo hace no como hijo, sino como una creatura, como alguien que no posee la dignidad de la filiación divina. De ahí que la ofensa sea mayor para Dios en el caso de sus hijos, nosotros, los bautizados, que en el caso de quien no está bautizado.
Esa acción injusta ofende a Dios, y a nosotros nos provoca la pérdida de la amistad con Dios y el oscurecimiento de nuestra filiación divina, recibida en el bautismo. Ofendemos a Dios y nos hacemos enemigos suyos.
Pero hay un modo de recuperar la amistad con Dios y la filiación perdida, y ese modo es por la confesión, ya que por la confesión, invisiblemente, misteriosamente, pero realmente, Cristo, que es Dios, borra nuestra ofensa con la Sangre de su sacrificio, y nos devuelve la amistad con Dios y el estado y la dignidad de hijos de Dios.
Por la gracia, que la recibimos en la confesión, recuperamos la amistad perdida con Dios y nuestra filiación divina; de ahí el aprecio que debemos tener a la confesión.




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 262s.

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