El trabajo dignifica al hombre por varios motivos: por un
lado, lo hace triunfar sobre uno de los pecados más graves, que es el de la
pereza: por medio del trabajo, el hombre vence a la pereza, al tiempo que
adquiere la virtud de la laboriosidad; por otra parte, por el trabajo, el
hombre imita a Dios de quien la Escritura dice que “trabajó” en la Creación, “descansando”
al séptimo día: si bien es cierto que Dios no “trabaja” en el mismo sentido que
el hombre, sin embargo la Escritura utiliza este antropomorfismo, para que
seamos capaces de darnos una idea de lo que significa, tanto la Creación, como
el trabajo y la recompensa, digamos así, del trabajo, que es el descanso. Entonces,
por el trabajo, el hombre se perfecciona, al adquirir la virtud de la
laboriosidad y al vencer al pecado de la pereza, como así también se dignifica
al imitar a Dios, quien, usando un antropomorfismo, “trabaja” en la obra de la
Creación. Además, por el trabajo, el hombre se vuelve grato a Dios, porque así
está cumpliendo un mandato divino: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. El
trabajo es un mandato de Dios y quien no trabaja –no por enfermedad u otro
motivo grave, obviamente- por pereza, desobedece a Dios y comete un grave
pecado.
Por todos estos motivos, el trabajo dignifica al hombre,
siempre y cuando ese trabajo sea honesto, por supuesto.
Pero hay otro motivo por el cual el hombre, al trabajar, se
dignifica y, más que dignificarse, se santifica y es porque por el trabajo,
imita al Hombre-Dios Jesucristo. En efecto, Nuestro Señor Jesucristo, siendo
Dios, podría no haber trabajado ni un segundo de su vida, ya que tenía a su
servicio innumerables legiones de ángeles, que le podrían haber facilitado su
vida terrena en el sentido de que no habría tenido que hacer ni el más mínimo
esfuerzo, ya que todo lo podrían haber hecho los ángeles. Además, Jesús es
Dios, por lo que todo el universo visible y el invisible le pertenecen, al ser
obras de sus manos y por lo tanto era inmensamente rico y aun así, eligió
trabajar y trabajar no en un palacio, como un administrativo de los bienes de
su Padre, cómodamente sentado en un despacho, sino que eligió trabajar en un
oficio que implica esfuerzo y sacrificio, tanto mental como físico, como es el
trabajo del carpintero, oficio que le fue enseñado por su Padre adoptivo, San
José. Es decir, Jesús, siendo Dios, tenía a su servicio innumerables legiones
de ángeles que podrían haberlo servido en su vida terrena; siendo Dios, era el
Dueño de todo el universo y no tenía necesidad de trabajar y sin embargo, a pesar
de esto, eligió trabajar, para darnos ejemplo de cómo dignificarnos y cómo
ganar el pan de cada día.
El trabajo del Hombre-Dios Jesucristo eleva al trabajo a
algo más grande que simplemente adquirir una virtud y combatir un pecado, el de
la pereza, y es el de santificar al hombre que trabaja, porque el hombre que
trabaja, se santifica al imitar y participar del trabajo del Hombre-Dios
Jesucristo, al ofrecer su trabajo –tiene que ser un trabajo hecho con la mayor
perfección posible-, se ofrece a sí mismo a Cristo crucificado, participando en
el trabajo de la Redención de los hombres, llevada a cabo por Nuestro Señor en
la Cruz. Por todos estos motivos, el trabajo es una fuente de bendición para el
hombre.