jueves, 24 de noviembre de 2011

Sólo la fe en la voz de la Iglesia nos da la verdadera y auténtica alegría



La primera condición para recibir la gracia, es la fe sobrenatural[1]. Sin la fe no se puede adquirir la gracia: sólo ella nos hace buscar y hallar.

Si queremos conseguir la gracia, debemos conocer su valor, para buscarla y desearla, y después debemos saber dónde buscarla y encontrarla, para dar realmente con ella[2].

Por la sola razón natural, no podemos darnos ni siquiera una idea de la hermosura y del valor de la gracia. Si siguiéramos sólo nuestra razón natural, jamás de los jamases seríamos capaces de descubrir los inmensos tesoros y las increíbles hermosuras de la vida de la gracia; la razón sólo nos puede hacer ver el valor de los bienes terrenos y pasajeros, pero no nos puede conducir, de ninguna manera, a los bienes celestiales de la gracia. Con nuestra sola razón, nunca tendríamos deseos ni nostalgia del cielo, y nunca buscaríamos el seno de Dios Uno y Trino, nos quedaríamos en lo que conocemos, y en lo que podemos medir con nuestra razón.

Pero si la fe comienza a brillar, en el fondo del corazón, como “lámpara que luce en lugar oscuro”, como “lucero de la mañana” que brilla “hasta que despunte el día”[3] y brille el Sol de justicia, Jesucristo; si el mismo Dios nos revela los misterios y los tesoros de la gracia, y hace surgir en nuestro interior una imagen de su hermosura, en ese mismo momento, se produce un movimiento en nuestra alma, el deseo de conquistar, cuanto antes, el tesoro de la gracia.

Sorprende constatar cómo, con cuánta ligereza, creemos lo que el mundo dice, sin ponernos ni siquiera a reflexionar si lo que se dice es o no verdad; aún cuando falten motivos razonables, creemos en lo que nos dice el mundo. Cada cual tiene por verdadero o quiere creer en lo que desea o en lo que halaga su vanidad y su amor propio; admite con gusto que le sean prometidas cosas que no las puede o no las quiere cumplir.

¿Por qué no hemos de creer con prontitud y alegría lo que se nos ha dicho acerca del gran honor y alegría sobrehumanas que nos vienen dados con la gracia? ¿Cuántos hay, hoy en día, que tienen por despreciable el bautismo, que consideran cuentos para niños la Comunión, que desprecian la Confirmación, que olvidan por “aburrida” a la Santa Misa, que ignoran la Eucaristía porque “no sienten nada”? ¿Cuántos hay, hoy en día, que no creen en lo que la Iglesia dice acerca de estos inefables sacramentos? ¿Cuántos hay, hoy en día, que prefieren perderse en los sombríos atractivos del mundo, antes que entrar en la más humilde de las iglesias? ¿No es esto un indicio de que no se cree a lo que la Iglesia dice acerca de la gracia, y que por lo tanto, no hay fe sobrenatural? Y si no hay fe sobrenatural, entonces no hay modo de que se pueda recibir la gracia. Una y otra se necesitan: si no hay fe, no hay gracia; si no hay gracia, no hay fe.

Creemos a lo que nos dice el mundo, y nos dejamos guiar por lo que el mundo dice, y tenemos en gran valor y estima lo que el mundo nos propone, y nos desvivimos por conseguir lo que el mundo nos ofrece.

Sin embargo, poca o ninguna atención prestamos a lo que la Iglesia nos dice; poca o ninguna fe damos a los dones recibidos de Dios a través de la Iglesia: el ser, por el bautismo, hijos de Dios, reyes del cielo y de la tierra, hermanos de Dios Hijo, hijos de Dios Padre, hijos de la Madre de Dios, unidos todos por el Espíritu del Amor divino, el Espíritu Santo.

Con frecuencia, nos llenamos de orgullo por algún que otro éxito mundano, y nos llenamos de amor propio cuando conseguimos algún fin mundano y terreno, y sin embargo, no nos sentimos orgullosos, ni tampoco nuestro amor propio se satisface, cuando consideramos nuestra filiación divina, nuestra condición de redimidos por la Sangre del Cordero, nuestra condición de ser templos vivientes del Espíritu Santo.

El que es orgulloso, y el que tiene amor propio, y el que satisface su orgullo y su amor propio con los vanos vientos de la vanidad humana; ¿no debería alegrarse y llenarse de orgullo, y amarse a sí mismo, por haber sido elegido por Dios, desde toda la eternidad, por haber asistido aunque sea a una sola Misa, en donde el Dios de los cielos viene al altar para donarse en apariencias de pan y vino?

Es Dios, con su autoridad divina, quien nos revela los tesoros inmensos de la gracia, a través de la Iglesia, por medio de su Magisterio, por medio de la doctrina de los Padres de la Iglesia; la propia grandeza y omnipotencia de Dios es quien nos garantiza que puede darnos verdaderamente y nos dará en la vida eterna todo lo que está contenido en la gracia, en germen, en esta vida.

Sabemos que nuestra fe sobrenatural no es vana ni carente de fundamento, sino que posee, por el contrario, toda la certeza y la seguridad que pueda darse.

Cambiemos la orientación de nuestra mente y de nuestro corazón: en vez de dirigirlos al mundo, lo dirijamos a Dios y a su Iglesia, y creamos, con fe sobrenatural, todo lo que la Iglesia nos dice, y así prepararemos nuestro corazón para recibir el mar infinito de gracias que nos viene de los Sagrados Corazones de Jesús y María.


[1] Cfr. Concilio de Trento, Ses. VI, c. 8.

[2] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 4.

[3] Cfr. 2 Pe 1, 19.

1 comentario:

  1. JAQUEMATE A LA DOCTRINA DE LA IGLESIA. La importancia capital de la crítica a la cristología de san Pablo, radica en que nos aporta los elementos de juicio necesarios para darnos cuenta el monstruoso error que cometió Pablo en sus epístolas al mutilar la naturaleza humana de Cristo; cegando a la humanidad de la posibilidad del hombre de alcanzar la trascendencia humana y la sociedad perfecta practicando el altruismo, el misticismo y el activismo social intensos; y de la urgente necesidad de corregir la doctrina de la Iglesia formulando un nuevo cristianismo que no omita sino que acentué la trascendencia humana de Cristo que es su cualidad más importante, a fin de afrontar con éxito los retos y amenazas de la modernidad. http://es.scribd.com/doc/73578720/CRITICA-A-LA-CRISTOLOGIA-DE-SAN-PABLO

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