martes, 9 de febrero de 2016

Por qué un joven cristiano no debe participar del Carnaval


         Son muchas las razones por las cuales un joven, que se precie de ser cristiano, no puede ni debe participar del Carnaval (aclaramos a nuestros lectores que cuando nos referimos al "Carnaval" en el presente artículo, hablamos de los carnavales en los que se da rienda suelta al desenfreno y a la exhibición impúdica del cuerpo humano, además del consumo de substancias tóxicas, como alcohol y estupefacientes. No estamos en contra de un festejo carnavalesco "inocente" -si así se puede decir-, en donde la celebración consista arrojar agua -o harina, etc.-. Este último estilo de carnaval, en donde no hay sensualidad ni incitación alguna al pecado, es válido para un cristiano, puesto que sólo consiste en eso: en arrojar agua o algún otro elemento inocuo. N. del R.).
         Ante todo, el Carnaval exalta al “hombre viejo”, al hombre sin Dios y contra Dios, al hombre que por el pecado ha perdido la amistad con Dios (cfr. Rom 6, 6) y que, por lo tanto, al asistir al Carnaval, reafirma esta enemistad con Dios y este deseo de no querer saber nada con Él ni mucho menos recuperar su amistad.
El Carnaval exalta al hombre viejo con todas sus pasiones, desenfrenadas y sin el control de la razón y, mucho menos, de la gracia. El Carnaval se caracteriza por la exaltación de lo que la Escritura llama “carne” (cfr. 2 Cor 10, 2) y que no es la mera exhibición exhibición –encubierta, pero cargada de sensualidad- impúdica y hasta obscena de la genitalidad, sino que con ese término, se describe un estado del alma en el que el hombre, aferrándose al pecado, da las espaldas a Dios y a su Redentor, Jesucristo, para dirigirse en una dirección diametralmente opuesta a aquella que lo lleva a la reconciliación con su Creador y Redentor. El Carnaval exalta por lo tanto aquello que aparta al hombre de su Dios –la “carne”-, para conducirlo fuera de su Presencia. El Carnaval no solo aparenta, sino que está cargado de alegría, pero no es la verdadera alegría, la alegría que brota del Ser divino trinitario –“Dios es Alegría infinita”, dice Santa Teresa de los Andes-; la alegría del Carnaval no es la alegría que sobreviene al alma por la gracia de Jesucristo, la alegría que es consecuencia del alma en paz, a la que le ha sido quitada, por la Sangre del Cordero, la causa de la enemistad con Dios –y por lo tanto, de la tristeza-  que es el pecado –“Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27), dice Jesús, y con su paz, su Alegría-, sino que la alegría del Carnaval es una alegría vana, superficial, pasajera, plena de malicia, porque se deriva de la exaltación de las pasiones y su desenfreno. Por esto mismo, por esta falsa alegría, el Carnaval se caracteriza por un ambiente festivo, con música ensordecedora, carcajadas estridentes, luces multicolores y consumo desenfrenado de substancias alcohólicas y tóxicas: detrás de esta falsa alegría, lo que el Carnaval esconde es la tristeza por la ausencia de Dios y, en el fondo, la desesperación de pretender alcanzar algo imposible: alegría sin Dios.
Otra razón es la presencia recurrente del Demonio, en todas las culturas y en todos los tiempos. No es una mera casualidad que la figura del Demonio esté representada en todos los carnavales de todos los pueblos de la tierra: es el Ángel caído quien verdaderamente se alegra –con alegría demoníaca- al ver cómo su tarea de corromper al hombre y hacerlo caer en el pecado, se ve enormemente facilitada por los festejos paganos del Carnaval, en donde él no tiene más trabajo que prácticamente mirar cómo los hombres se entregan, libre y despreocupadamente, a la sensualidad, abandonando en sus siniestras manos sus almas. En todas las culturas de la tierra en las que se celebra el Carnaval, está el Demonio, como figura principal: puesto que los hijos de la luz nada tienen en común con los hijos de las tinieblas, nada debe hacer un joven cristiano, hijo de la luz, en el Carnaval.
Por último, la razón de mayor peso es que no sólo Dios está ausente en la falsa alegría del Carnaval, sino que su Hijo Unigénito, Jesucristo, es ofendido, ultrajado y burlado, tal como lo fue en su Pasión, renovando esta cruelmente en el festejo carnavalesco, porque el Hombre-Dios sufrió su Pasión y recibió los golpes, las heridas y hasta la muerte, interponiéndose entre nosotros y la Justicia Divina, para que nosotros no sufriéramos el castigo debido por nuestros pecados. Es esto lo que dice el profeta Isaías: “Él fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. Por sus heridas fuimos sanados” (cfr. Is 53, 5). Asistir y participar del Carnaval, en donde se exalta, se propicia y se festejan la impudicia, la desvergüenza y la lujuria, es condenar nuevamente a muerte al Cordero de Dios, es golpearlo nuevamente, en su Santa Faz y en su Sacratísimo Cuerpo, es crucificarlo, tal como hicieron aquellos que lo insultaban y golpeaban en el Camino de la Cruz, el Via Crucis.
No en vano nos advierte San Pedro: “Tomad en serio vuestro proceder en esta vida. Ya sabéis con qué os rescataron, no con bienes efímeros, con oro o con plata, sino a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha” (1 Pe 1, 17-19). Fuimos rescatados “al precio de la Sangre de Cristo”: asistir al Carnaval, es pisotear la Sangre del Hombre-Dios.

Joven, si amas a Cristo Jesús, el Cordero de Dios, que entregó por ti su vida en la cruz, y renueva su entrega cada vez en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, no asistas al Carnaval, no pisotees su Preciosísima Sangre.

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