viernes, 28 de septiembre de 2018

Tanto la gracia como el pecado requieren de nuestra libre respuesta



El pecado entró en el mundo por la libre decisión de Adán y Eva, quienes libremente decidieron desoír el mandato de Dios, que les prohibía comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, para libremente oír la voz de la serpiente, que les decía que lo hicieran. Pero si por la primera Eva entró el pecado en el mundo, por la Segunda Eva, la Virgen María, entró la salvación en el mundo, porque a través de Ella vino a nuestro mundo el Redentor, Jesucristo.
Esto es lo que nos enseña la Escritura cuando dice: “El Verbo se hizo carne”, lo cual quiere decir que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, se encarnó, se hizo hombre, sin dejar de ser Dios[1]1. En Jesucristo coexisten la naturaleza divina y la humana en una sola Persona, la Persona divina de Dios Hijo, la Segunda de la Trinidad y esta unión de las dos naturalezas en una Persona divina se llama “unión hipostática” (hipóstasis quiere decir “lo que está debajo”).
Por esta razón, Jesucristo no es un hombre más, sino el Hombre-Dios y puesto que Él es Dios Hijo encarnado, no podía nacer de una mujer que tuviera el pecado original. Fue la Virgen María, concebida sin la mancha del pecado original, la elegida por Dios para ser la Madre de Dios Hijo. Sólo la Virgen estaba en condiciones de recibir en su seno purísimo al Hijo de Dios. En ningún momento la Virgen estuvo bajo el dominio, ni del pecado, ni de Satanás, al cual le aplastó la cabeza.
Para llevar a cabo su plan, Dios decidió que María Santísima se uniera en matrimonio virginal, meramente legal, con San José, varón justo y santo, casto y puro, de manera que era un matrimonio “legal” a la vista de todos, pero que jamás se llevó a cabo la consumación, puesto que el Hijo de la Virgen no era hijo de San José, sino Hijo de Dios Padre. Así, Dios quiso evitar que la Virgen fuera considerada “madre soltera”. La Virgen nunca tuvo otros hijos aparte de Jesús, el cual nació milagrosamente –por eso la Virgen es Virgen antes, durante y después del parto- y cuando la Biblia dice “hermanos de Jesús, en realidad se está refiriendo a sus primos, no a sus hermanos de sangre, que no los tuvo.
Dios envió a un Ángel para que le anunciara a María que iba a ser Madre de Dios Hijo y cuando la Virgen, libremente, aceptó la voluntad de Dios –“Hágase en mí según tu palabra”-, Dios Espíritu Santo engendró en el seno de María el cuerpo y el alma de un niño al que Dios Hijo se le unió inmediatamente. Por esa razón, el Niño de María es el Niño Dios y no un niño más entre tantos.
Es necesario conocer los orígenes, tanto de nuestra caída en el pecado, por parte de Adán y Eva, como el inicio de nuestra redención, con el sí de María, porque en ambas ocasiones, Dios requiere de nuestra libertad. Dios no expulsó a Adán y Eva del Paraíso de forma arbitraria, sino solo después que estos libremente decidieran pecar. De la misma manera, Dios Hijo no se encarnó en el seno virgen de María, sin que la Virgen diera antes su libre consentimiento. Esto nos enseña cuán importante es nuestra libertad y hasta qué punto Dios respeta nuestra libertad, tanto para pecar, como para responder a la gracia. Adán y Eva son ejemplos negativos del uso de la libertad, porque usaron mal su libertad, la usaron para apartarse de Dios y su Amor. La Virgen, por el contrario, es ejemplo de un correcto uso de la libertad, porque nos enseña a decir que sí a la voluntad de Dios, voluntad que sólo quiere para nosotros el mayor bien que ni siquiera podemos imaginar, que es que su Hijo Jesucristo nazca en nuestros corazones por la gracia. Tengamos presentes a Adán y Eva, para no seguir sus pasos de desobediencia a Dios y tengamos presente sobre todo a la Virgen María, como ejemplo perfectísimo de obediencia y de amor a Dios y a su Ley, para imitarla en todo momento.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 88-89.

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