sábado, 29 de enero de 2011

Los jóvenes cristianos, inflamados en el Amor de Cristo, deben comunicar de su amor y de su alegría al mundo que vive en la tristeza

Toda época de la historia humana, se caracteriza por un hecho particular, que domina más o menos la vida de los hombres por un tiempo determinado, y le da un sello particular que permite identificarla a lo largo de la historia. Así, por ejemplo, han habido épocas caracterizadas por grandes hambrunas, producto de pestes y sequías, o sino épocas caracterizadas por guerras, como las dos guerras mundiales.

Nuestra época se caracteriza en cambio por el gran avance científico y tecnológico. Pareciera como si la mente del hombre se hubiera despertado, y hubiera empezado a descubrir la clave del universo, de manera tal de tenerlo bajo su control, bajo su dominio. Pareciera como que no hubieran límites a la capacidad humana de investigar y de progresar, tanto hacia el macrocosmos –la llegada de las sondas espaciales a los anillos de Saturno- como hacia el microcosmos –la investigación en el campo de las partículas subatómicas –hace poco se realizó la primera teletransportación de materia energética en la historia, un fotón de luz fue transportado a seiscientos metros de su distancia original.

Como consecuencia, hoy un ciudadano medio, o un campesino, viven en condiciones de vida miles de veces mejores que el más rico y poderoso de los emperadores de la antigüedad.

Una propaganda en Europa se hace eco de esta mentalidad: luego de ensalzar las facilidades de compra y el poder adquisitivo del euro, termina la propaganda diciendo: “Euro. La era del optimismo”.

Son optimistas porque por un lado se puede inventar lo que sea, principalmente para la diversión, y por otro, se puede comprar lo que se quiera, debido al gran poder adquisitivo del euro o del dólar. “La era del optimismo”, pero es un optimismo materialista, y por lo tanto, vacío.

Pero al mismo tiempo, en la era del optimismo, se vive una gran depresión, un estado de angustia y de tristeza: según unos psiquiatras –uno argentino y otro francés-, la época nuestra, la época del optimismo materialista, se caracteriza por la tristeza[1]. Basados en su experiencia como psiquiatras y psicoanalistas, escribieron un libro al que titularon: “La época de las pasiones tristes”. Concluyen que la mayoría de los que se atienden en los servicios de psicología de Francia “son personas cuyo sufrimiento no tiene un verdadero y propio origen psicológico sino que reflejan la tristeza difusa que caracteriza a la sociedad contemporánea, atravesada por un sentimiento permanente de inseguridad y de precariedad”. No es que los pacientes estén enfermos por ellos, sino que es la sociedad en crisis la que los ha enfermado de tristeza. Y la sociedad de hoy, que enferma de tristeza, es la sociedad que proclama la muerte de Dios y la obtención de la dicha y de la felicidad gracias a la ciencia y a la tecnología[2].

Pero hoy se han dado cuenta de esta mentira, y se han dado cuenta de que con Dios muerto, la ciencia es incapaz de conceder la paz del alma y la alegría interior. Concluyen: “En verdad, nuestra época desenmascara la ilusión de la modernidad, que hizo creer al hombre que podía cambiarlo todo según su voluntad. No es así”.

Lo que han constatado estos psiquiatras agnósticos, es lo que sucede en la realidad cuando se confía la felicidad a las cosas del mundo, como la ciencia, rechazando a Dios como la fuente de la felicidad. Es imposible que el mundo dé una alegría y una felicidad duraderas y verdaderas, porque lo que ofrece son cosas caducas, materiales, que no perduran en el tiempo y que por su limitación no pueden llenar el corazón del hombre.

Sólo Cristo con su gracia puede conceder la paz interior y la quietud del corazón[3], paz y quietud que vienen por estar el alma alegre al haber encontrado un Bien de valor infinito.

Si nuestra vive la tristeza de la ausencia de Dios, los jóvenes cristianos, inflamados en el Amor de Cristo, deben comunicar al mundo la alegría y el amor que brotan del Sagrado Corazón de Jesús.



[1] Cfr. Aníbal D’Angelo Rodríguez, Testigo de cargo, Revista Cabildo, Junio-Julio de 2004, 3ª época, Año IV, número 37, 30.

[2] Cfr. Revista Cabildo, ibidem.

[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia divina, Ediciones Desclée, de Brower, Buenos Aires31951, 337.

No hay comentarios:

Publicar un comentario