jueves, 13 de enero de 2011

Es por su Amor que Dios nos perdona y nos cura


“Toma tu camilla, levántate y vete” (cfr. Mc 2, 1-12). En esta escena evangélica, Jesús obra sobre el paralítico una doble curación, corporal y espiritual: corporal, porque le cura su incapacidad para caminar, su parálisis –no entra por sus propios medios, sino que lo traen en camilla, descendiéndolo por el techo-, y espiritual, porque le perdona los pecados.

Jesús hace el milagro corporal, para demostrar que la curación de los pecados es real, porque tiene poder para hacerlo. Si Jesús le decía al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, pero no lo curaba físicamente, entonces hubiera quedado como un blasfemo delante de sus enemigos, ya que se habría hecho pasar por Dios -en efecto, como bien dicen los judíos, "sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados"-, pero no habría dado una muestra efectiva de un poder que lo equiparara a Dios.

Es decir, si le hubiera dicho al paralítico, "tus pecados te son perdonados", pero no hubiera curado su parálisis física, se habría mostrado sin poder, ni para la curación física, ni para la curación espiritual. Jesús entonces obra la curación física, aunque no es la intención primaria por la cual el paralítico acude a Jesús. Si nos fijamos bien, aparentemente, no era la intención primaria del paralítico ser curado de su parálisis, porque cuando se presenta ante Jesús, Jesús le dice: “Tus pecados te son perdonados”, dando a entender que era eso lo que el paralítico quería en primer lugar. Si Jesús le cura su parálisis, es para demostrar, visiblemente, con la curación corporal, que posee un poder divino, que le equipara a Dios -que le hace ser Dios, desde el momento en que obra con este poder en primera persona, y no de modo vicario-, y que, por lo tanto, siendo Dios, puede curar también el espíritu, algo propio y exclusivo de Dios, esto es, la curación del pecado.

De esta manera, Jesús demuestra que tiene poder tanto para una como para otra cosa: tiene poder tanto para curar en el cuerpo, como para curar en el espíritu, es decir, para perdonar los pecados; demuestra, de esta manera, que es Dios en Persona.

Pero hay otro aspecto más que se destaca en este evangelio, además de su condición de Dios, y de su consecuente omnipotencia divina, y es la causa de las dos curaciones de Jesús: el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Jesús perdona los pecados, y sana la parálisis del paralítico, no por necesidad, ni por obligación, ni tan siquiera, como decíamos arriba, para demostrar su condición de Dios: Jesús obra la doble curación por amor puro y desinteresado, por un Amor libre, donado por Jesús de modo gratuito y sin ningún mérito del paralítico ni de nadie.

Jesús no perdona los pecados porque se vea obligado a hacerlo, al sentirse presionado por sus enemigos, que lo acusarían de blasfemo si no lo hacía; no lo hace por la insistencia de los familiares del paralítico; no lo hace por la presión de la presencia de sus seguidores, frente a los cuales quedaría en descrédito si no lo hacía; lo hace por Puro Amor, por amor desinteresado, por un amor que es el amor divino, y por lo tanto es incomprensible para el hombre.

Si bien es el paralítico quien parece buscar a Jesús, pues se hace llevar en camilla delante de Él, es en realidad Jesús, con su Espíritu, quien lo ha buscado primero, le ha concedido el deseo de convertirse y de arrepentirse de sus pecados, y lo ha llevado ante su Presencia, para poder implorar y recibir lo que pedía.

Eso mismo hace hoy Jesús, continuamente: el Amor divino de Jesús sopla continuamente en la tierra, buscando almas que quieran convertirse; el Amor de Dios, el Espíritu Santo, Soplo del Dios Viviente, busca continuamente en la tierra corazones que deseen convertirse, aunque son pocos los que quieren recibir su Soplo divino, frescura de Viento del cielo que refresca el ardor de las pasiones, y alivia el calor y la sequedad del corazón que se encuentra sin Dios.

El Espíritu Santo, el Soplo de Amor de Dios, sopla y busca en la tierra, y es por eso que quien quiera recibirlo, debe salir a su encuentro, e implorarle su Venida sobre el alma: “Que descienda Tu Espíritu sobre nosotros”, como se reza en la Misa de Adviento, en el rito melquita.

Mientras tanto, mientras encuentra algún corazón que desee recibirlo, el Espíritu de Dios sopla sobre el altar, convirtiendo el pan en el cuerpo y el vino en la sangre de Jesús, para que el alma, al comulgar, reciba al Corazón de Jesús, y con el Corazón de Jesús, la Llama de Amor viva del Corazón de Dios.

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