domingo, 10 de julio de 2016

El sentido cristiano de la derrota


         En una sociedad exitista y materialista como la nuestra, se busca el éxito –deportivo, material, mundano, social, etc.- como el objetivo último de la existencia y se lo premia con la gloria mundana; al mismo tiempo, se califica a la derrota como la peor catástrofe que pueda suceder en la vida. Nada peor puede sucederle a alguien, que salir segundos en una final deportiva: nada valieron los esfuerzos que se hicieron para llegar a la final, y la distancia que hay entre la gloria máxima y la derrota catastrófica, es solo un balón de cuero que, en segundos, atraviesa una línea de cal. Basta que suceda esto, para que un equipo sea elevado al más alto cielo del éxito y el estrellato universal, y para que el otro, el que perdió, el que salió segundo, sea precipitado –por la sociedad, por los medios de comunicación- al más profundo de los abismos. Para este último equipo, salir segundos es la peor calamidad, como si el universo se detuviera porque no pudieron alzar la copa.
         Esto es lo que vivimos en el día a día. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿es así la realidad? ¿No será que, en la vorágine de la existencia, nos hemos adherido de manera irracional a un modo de ver los hechos y acontecimientos, que no se adecua a la realidad? ¿No será que hemos sido aleccionados por la lógica del exitismo frívolo, y es por eso que condenamos a quienes salen segundos, haciéndolos caer en un profundo abismo existencial, porque no pudieron alcanzar el primer puesto? ¿No será que, en el fondo, también nosotros nos hemos vuelto exitistas, materialistas, mundanos y frívolos, y sólo nos importa “ganar” al precio que sea?
         No, no es así. No es una catástrofe salir segundos; no es una catástrofe perder una –o varias finales-. La catástrofe es creer que salir segundos es una catástrofe.
Hay un modo de ver las cosas, que no es el modo como lo ve el mundo, sino como lo ve el mismo Dios: para Él, la derrota –y el triunfo- se miden en parámetros bien distintos a los de los hombres, que usualmente vemos solo la superficie de la realidad.
¿En qué consiste este “ver la derrota como la ve el mismo Dios? Para responder la pregunta, es necesario tener presente a Jesús crucificado el Viernes Santo, en la cima del Monte Calvario. Así es como comenzamos a comprender que, si para el mundo, la derrota –el salir segundos en una final de fútbol, por ejemplo-, es el acabóse y la ruina total de quien ha salido derrotado, desde el punto de vista cristiano, la derrota tiene un claro y valiosísimo sentido, y para comprenderlo, no se debe hacer otra cosa que contemplar a Jesucristo crucificado: desde el punto de vista humano, no hay derrota más estrepitosa que la de Jesús: abandonado por sus amigos, traicionado por uno a quien Él consideraba “amigo”, abandonado –en apariencia- por Dios Padre –en efecto, Jesús clama a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”-, seguido solo por un pequeñísimo grupo de fieles, insignificantes en cuanto a relación de fuerzas con sus enemigos, rodeado por enemigos poderosísimos, quienes fueron los que lo apresaron, juzgaron y condenaron injustamente, acompañado hasta el momento de su muerte y a lo largo de toda su dolorosísima agonía sólo por su Madre, la Virgen, que es la Única que permanece en todo momento al pie de la cruz, Jesús es la imagen viva del fracaso más rotundo, contundente e inapelable. Y, sin embargo, se trata del momento exacto en el que Dios triunfa, con el triunfo más aplastante, sobre los tres enemigos del hombre: el Demonio, la muerte y el pecado.

Si unimos nuestras derrotas humanas –por ejemplo, la de la Selección Argentina en cualquiera de las últimas finales, o cualquier otra derrota en la que se haya competido con lealtad y esfuerzo- a la derrota –aparente- de Jesucristo en la cruz, estaremos participando, a nuestro modo y según nuestro estado de vida, de la Derrota-Victoria Redentora del Hombre-Dios, Jesús de Nazareth. Y en ese momento, nuestra derrota comenzará a ser victoria, porque se une a la derrota de Jesús en la cruz, que es Victoria Final. Y esto vale para cualquier otra derrota -a nivel personal o incluso nacional, como la Guerra de Malvinas-.

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