martes, 13 de septiembre de 2016

La oración católica (Parte II)


La oración como don de Dios[1]
2559 “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes” (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24]). Orar es “elevar el alma a Dios”; también “la petición a Dios de bienes convenientes”. Si elevamos el alma, es porque estamos abajo y Dios está arriba. Pero, ¿dónde está nuestro Dios? Dios Uno y Trino está en el cielo; Dios Hijo encarnado, en la cruz y en la Eucaristía. Orar es entonces elevar el alma, ya sea a Dios Trino –la Trinidad- o a Dios crucificado, Jesucristo. Y esto, para “pedir bienes convenientes”. ¿De qué bienes se trata? Ante todo, se trata de bienes espirituales, como la conversión del alma –propia o de los seres queridos, la gracia de la contrición del corazón, la gracia de cumplir la Voluntad de Dios, la gracia de obrar el bien, que es lo que constituyen los tesoros en el cielo-; se pueden pedir bienes materiales, pero en tanto y en cuanto no nos alejen de nuestro bien esencial, la vida eterna en el Reino de los cielos.
“¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermo 56, 6, 9)”. Si oramos con orgullo, somos como el fariseo del templo, que se consideraba santo y mejor que los demás. Para orar, debemos meditar acerca del publicano que, desde el fondo del templo, no se atreve a levantar la mirada a Dios, reconociéndose no como el mejor, sino como quien está cargado de pecados, y quien se arrepiente en lo más profundo de su corazón, de haber pecado, porque con el pecado se ofende la majestad divina y el Hijo de Dios es condenado a muerte y crucificado. Para poder orar, es indispensable la humildad, porque es la virtud del Hombre-Dios, que se humilla a sí mismo en la Encarnación, en toda su vida y en la Pasión; Dios escucha la oración del humilde, de aquel que se sabe “nada más pecado” y que desea expiar esos pecados. La oración del orgulloso no es escuchada, porque el orgulloso se pone en lugar de Dios, no le deja lugar a Dios y no lo escucha, por lo que Dios tampoco lo escucha al orgulloso. Quien no se humilla ante el Hombre-Dios crucificado, no puede elevar su oración ante el trono de la majestad de Dios en los cielos. Es por eso que el Catecismo dice: “La humildad es la base de la oración”. El orgullo endurece al corazón del hombre y lo hace impermeable a toda gracia, y de ahí la necesidad de la humildad, de reconocerse “nada más pecado”.
2560 “Si conocieras el don de Dios” (Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4). En el episodio de la samaritana, Jesús ya está en el pozo, y si bien ella va a buscar el agua, es Jesús quien le pide de beber: el pozo de agua cristalina es símbolo del Corazón de Jesús, del que brota Sangre y Agua al ser traspasado, y con el cual se sacia la sed que de Dios tiene toda alma humana, así la samaritana representa al alma humana que sacia su sed con la gracia y el Amor de Dios. Pero Jesús también tiene sed, y dice San Agustín que esta sed es sed de nuestro amor: Jesús quiere que lo amemos, y eso es lo que representa su pedido. En la oración, además de la humildad, debe estar el deseo de amar a Dios; es decir, la oración debe ser hecha con amor, además de con humildad.
2561 “Tú le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10). Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación (cf Jn 7, 37-39; Is 12, 3; 51, 1), respuesta de amor a la sed del Hijo único (cf Jn 19, 28; Za 12, 10; 13, 1). Cuando oramos –con estos dos requisitos, humildad y amor-, estamos dando de beber a Jesús, que nos pide nuestro amor a través de la samaritana, y también a través de la cruz, cuando dice: “Tengo sed”. Esta sed de la cruz no es sed de agua, sino sed de nuestro amor. Jesús quiere que nos humillemos ante su cruz y que, con el corazón contrito y humillado, le demos nuestro amor, poco o mucho, pero que le demos nuestro amor.





[1] http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p4s1_sp.html

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