jueves, 27 de abril de 2017

El deseo innato de felicidad solo se satisface en Cristo Dios


         Un filósofo de la Antigüedad, llamado Aristóteles, afirmaba que todos los hombres nacemos con un deseo innato de felicidad, es decir, que todos los hombres, independientemente de la raza, el sexo, la posición social, todos, absolutamente todos, deseamos ser felices, y esto desde el momento mismo de ser concebidos. Es como un marca, invisible e indeleble, que está en nuestras almas y corazones, y nos acompaña desde la concepción hasta la muerte.
         Y esto, es verdad, porque verdaderamente es así, todos deseamos ser felices. El problema, dice otro gran filósofo, Padre de la Iglesia, San Agustín, es que buscamos la felicidad allí donde no podemos encontrarla nunca, porque en las cosas en las que la buscamos, no hay nada que pueda colmar el deseo de felicidad de nuestra alma.
         Por lo general, dice este gran santo, buscamos la felicidad en cosas materiales y terrenas: dinero, poder, placer, y eso porque tenemos un concepto equivocado de la felicidad. Creemos, y también el mundo nos hace creer eso, que la felicidad está en atiborrarnos de cosas materiales; creemos que la felicidad está en poseer dinero, poder, fama mundana; creemos que la felicidad está en la satisfacción de las pasiones y de los sentidos, y que cuanto más satisfacción se dé a estas pasiones y sentidos, más felicidad tendremos. Sin embargo, eso es un concepto erróneo de la felicidad, porque la felicidad, la verdadera, la duradera, no es material, ni está en las cosas materiales, ni se satisface con las cosas pasiones. La verdadera felicidad es espiritual y sólo se satisface con un bien espiritual: tratar de satisfacer nuestro deseo innato de felicidad, con cosas materiales, o con la satisfacción de las pasiones, es tan inútil como pretender llenar un abismo sin fondo, con un balde de arena.

         Nunca lograremos ser felices, si pensamos que la felicidad consiste en la satisfacción de los sentidos y de las pasiones con los bienes materiales. Lo único que puede colmar nuestro deseo inagotable e inextinguible de felicidad es un bien de valor infinito, y ese Bien de valor infinito se llama “Dios”, Ser Perfectísimo, Espíritu Puro, Bondad Increada, Amor infinito y eterno. Y, para nosotros, los católicos, Dios no está perdido en las nubes, sino que está en un lugar determinado: está en la Iglesia, en el sagrario, en la Eucaristía. Solo la Eucaristía, que es Dios de Amor infinito, es capaz de colmar nuestra infinita sed de felicidad.

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