miércoles, 6 de mayo de 2015

Juan Pablo II: El joven está llamado a ser, en Cristo, “sal de la tierra y luz del mundo”

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En su Mensaje a la Juventud[1] para las Jornadas de la Juventud a realizarse en Canadá[2], el Santo Padre Juan Pablo II, citando el Evangelio, les decía a los jóvenes que ellos estaban llamados a ser la “sal de la tierra y la luz del mundo”, porque estaban llamados a vivir con una vida nueva, la vida de Jesús, el Hombre-Dios, que era la vida que habían recibido en el bautismo sacramental: “Vosotros sois la sal de la tierra....”. Como es bien sabido, una de las funciones principales de la sal es sazonar, dar gusto y sabor a los alimentos. Esta imagen nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente transformado, porque ha sido “sazonado” con la vida nueva que viene de Cristo” (cfr. Rm 6, 4)[3]. De esta manera, el Santo Padre les recordaba a los jóvenes que no estaban llamados para vivir según el mundo, que tiene el sabor del pecado y es tinieblas, sino que debían ser “sal” y “luz”, y que habían sido bautizados en la Iglesia, para que dieran sabor e iluminaran al mundo con la gracia recibida de Jesucristo en el bautismo sacramental. El mundo tiene sabor de pecado y está envuelto en tinieblas; el joven católico ha sido bautizado con la gracia de Jesucristo, ha sido lavado con la Sangre del Cordero, y por eso mismo, está llamado a consagrar su cuerpo como “hostia santa, viva y pura”, y está llamado a iluminar el mundo con la santidad del mismo Jesús, y a darle el sabor de la santidad de Jesús.
El joven cristiano, dice el Santo Padre, porque ha sido bautizado, ha sido “sazonado”, al igual que un alimento, cuando se le echa sal, y ha recibido un nuevo sabor, el sabor de Cristo, que es la gracia bautismal, y es lo que lo hace distinto a los demás; la gracia bautismal es la que convierte al cuerpo del cristiano en “templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19) y es lo que permite por lo tanto que el joven ofrezca su cuerpo a Jesús como una “víctima viva, santa y agradable a Dios”: “La sal (…) es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo y concediendo la capacidad de responder a su llamada para “que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1).
Así  como la sal le da al alimento un nuevo sabor, así el joven, que vive una vida nueva en Jesucristo, debe vivir una vida que es radicalmente distinta a la vida mundana; por lo tanto, el joven, bautizado en Cristo y nacido a la vida de los hijos de Dios, no puede, si quiere “sazonar” al mundo, es decir, si quiere a su vez dar al mundo un “gusto” nuevo -un sabor nuevo, que es el sabor de la santidad, el amor y la caridad de Jesús-, no puede vivir mundanamente, sino con la vida santa de Jesús, que es lo que agrada a Dios, porque la santidad de Jesús es lo único bueno y perfecto a los ojos de Dios. A Dios no le agrada el modo mundano de ser y de vivir; a Dios le agrada sólo el modo santo de ser y de vivir, y es por eso que, si un joven quiere agradar a Dios, debe imitar a Jesucristo, en quien “reside corporalmente la plenitud de la divinidad” (cfr. Col 2, 9): “Escribiendo a los cristianos de Roma, San Pablo los exhorta a manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus contemporáneos: “No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2).
¿Qué quería decir, más exactamente el Santo Padre, cuando decía que los jóvenes tenían que ser “sal”? Se refería a la gracia que habían recibido en el bautismo, pero también se refería a la fe en Jesús como Hombre-Dios, porque la fe en Jesús es lo que hace que esta vida sea vivida de un modo nuevo, no alegre ni divertido, sino apasionado, maravilloso, santo, porque la fe en Jesús nos hace descubrir un mundo fascinante: nos hace descubrir que hay un Dios en la cruz para amar; nos hace descubrir que hay un Dios en la Eucaristía para adorar; nos hace descubrir que tenemos una Madre del cielo para amar con amor de hijos; nos hace descubrir que tenemos un ángel de la guarda al cual encomendarnos cada día, todos los días; nos hace descubrir que hay un hermano para amar con el amor de Cristo; nos hace descubrir que hay una vida de gracia, que debemos conservar y acrecentar, y una vida de pecado, de la que debemos huir, como si fuera la peste; nos hace descubrir que hay un cielo para ganar y un infierno para evitar. Por eso el Santo Padre decía que los jóvenes debían ser “sal” del mundo, porque debían ser jóvenes con fe en Jesucristo, el Hombre-Dios, el Redentor, que debían “conservar y trasmitir” esa fe a los demás. Decía así el Santo Padre: “Durante mucho tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para conservar los alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar la fe que habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra generación tiene ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la fe” (cfr. 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14)[4].
         Pero, para vivir la fe, hay que descubrirla, hay que apasionarse por ella, hay que estudiarla, hay que profundizarla, hay que beberla de la vida de los santos y de los mártires de la Iglesia Católica, que dieron sus vidas por la fe en Jesús, el Hombre-Dios, y hay que practicarla, según los Mandamientos de la Ley de Dios: “¡Descubrid vuestras raíces cristianas, aprended la historia de la Iglesia, profundizad el conocimiento de la herencia espiritual que os ha sido transmitido, seguid a los testigos y a los maestros que os han precedido! Sólo permaneciendo fieles a los mandamientos de Dios, a la alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada en la Cruz, podréis ser los apóstoles y los testigos del nuevo milenio”[5].
         Decía el Santo Padre que el joven debe buscar la plenitud de la existencia –la perfección en el amor, en la vida, en el ser, que se dan solo en Jesucristo-, porque eso es lo propio de la condición humana y sobre todo del joven, y que si no lo hace, se cae en la mediocridad y el conformismo, que es lo que sucede en la actualidad, cuando se buscan diversiones “insulsas” y “modas pasajeras”: “Es propio de la condición humana, y especialmente de la juventud, buscar lo absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia. Queridos jóvenes, ¡no os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos! No os dejéis desanimar por los que, decepcionados de la vida, se han hecho sordos a los deseos más profundos y más auténticos de su corazón. Tenéis razón en no resignaros a las diversiones insulsas, a las modas pasajeras y a los proyectos insignificantes. Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis evitar la mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad”[6].
         ¿Qué quería decir el Santo Padre cuando decía que los jóvenes debían ser “luz del mundo”?
Ante todo, significa el deseo de no solo evitar el error y la mentira, sino de buscar la Verdad, que es Jesucristo. Así como la luz disipa las tinieblas y la oscuridad, así la luz de la Verdad, que es Cristo, disipa las tinieblas del error y del pecado, y por eso el joven, al buscar y encontrar a Cristo, y al llevar a Cristo en su corazón por la gracia, se convierte en “luz del mundo”, que ilumina, con la luz de Cristo, todos los ámbitos en donde se encuentra. Decía así Juan Pablo II: “Vosotros sois la luz del mundo....”. Para todos aquellos que al principio escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz evoca el deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que están impresos en lo más íntimo de cada ser humano. (…) Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana (cfr. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado! La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Cor 4, 6). Por eso adquieren un relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad” (cfr. Veritatis splendor, 88).
         Quien no busca, ni encuentra, ni lleva a Cristo en su corazón por la gracia, vive en las tinieblas más profundas, como sucede en nuestro mundo contemporáneo, caracterizado por ser un mundo sin Dios, y es por eso que el joven, iluminado por Cristo debe iluminar a sus hermanos con la luz de Jesús: “En el contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros, queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: “¡No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín!” (cf. Mt 5,15).
         En definitiva, según el Santo Padre Juan Pablo II, el joven está llamado, entonces, a ser santo, no a ser mundano; el joven está llamado a encontrar a Jesucristo y a conocerlo personalmente, para ser iluminado por Él, que es la “Luz del mundo”; el joven está llamado a vivir con la vida de santidad que le comunica Jesucristo, convirtiéndose, de esta manera, en “sal del mundo y luz de la tierra”, para así dar sabor al mundo e iluminarlo con la luz misma de Jesús: “Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la "azucena de los Mohawks". Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer milenio!”.
         Por último, ¿dónde encontrar a Jesús, para ser santos, para ser iluminados por Él, para ser “sal de la tierra y luz del mundo”?
         En la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; en la cruz, y en el prójimo más necesitado.



[2] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la XVII Jornada Mundial de la Juventud.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

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