En
su Mensaje a la Juventud[1] para las Jornadas de la Juventud a realizarse en
Canadá[2],
el Santo Padre Juan Pablo II, citando el Evangelio, les decía a los jóvenes que
ellos estaban llamados a ser la “sal de la tierra y la luz del mundo”, porque
estaban llamados a vivir con una vida nueva, la vida de Jesús, el Hombre-Dios,
que era la vida que habían recibido en el bautismo sacramental: “Vosotros sois
la sal de la tierra....”. Como es bien sabido, una de las funciones principales
de la sal es sazonar, dar gusto y sabor a los alimentos. Esta imagen nos
recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente
transformado, porque ha sido “sazonado” con la vida nueva que viene de Cristo”
(cfr. Rm 6, 4)[3]. De
esta manera, el Santo Padre les recordaba a los jóvenes que no estaban llamados
para vivir según el mundo, que tiene el sabor del pecado y es tinieblas, sino
que debían ser “sal” y “luz”, y que habían sido bautizados en la Iglesia, para
que dieran sabor e iluminaran al mundo con la gracia recibida de Jesucristo en
el bautismo sacramental. El mundo tiene sabor de pecado y está envuelto en
tinieblas; el joven católico ha sido bautizado con la gracia de Jesucristo, ha
sido lavado con la Sangre del Cordero, y por eso mismo, está llamado a
consagrar su cuerpo como “hostia santa, viva y pura”, y está llamado a iluminar
el mundo con la santidad del mismo Jesús, y a darle el sabor de la santidad de
Jesús.
El
joven cristiano, dice el Santo Padre, porque ha sido bautizado, ha sido “sazonado”,
al igual que un alimento, cuando se le echa sal, y ha recibido un nuevo sabor,
el sabor de Cristo, que es la gracia bautismal, y es lo que lo hace distinto a
los demás; la gracia bautismal es la que convierte al cuerpo del cristiano en “templo
del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6,
19) y es lo que permite por lo tanto que el joven ofrezca su cuerpo a Jesús como
una “víctima viva, santa y agradable a Dios”: “La sal (…) es la gracia
bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo y concediendo la
capacidad de responder a su llamada para “que ofrezcáis vuestros cuerpos como
una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm
12, 1).
Así
como la sal le da al alimento un nuevo
sabor, así el joven, que vive una vida nueva en Jesucristo, debe vivir una vida
que es radicalmente distinta a la vida mundana; por lo tanto, el joven,
bautizado en Cristo y nacido a la vida de los hijos de Dios, no puede, si quiere
“sazonar” al mundo, es decir, si quiere a su vez dar al mundo un “gusto” nuevo
-un sabor nuevo, que es el sabor de la santidad, el amor y la caridad de Jesús-,
no puede vivir mundanamente, sino con la vida santa de Jesús, que es lo que
agrada a Dios, porque la santidad de Jesús es lo único bueno y perfecto a los
ojos de Dios. A Dios no le agrada el modo mundano de ser y de vivir; a Dios le
agrada sólo el modo santo de ser y de vivir, y es por eso que, si un joven
quiere agradar a Dios, debe imitar a Jesucristo, en quien “reside corporalmente
la plenitud de la divinidad” (cfr. Col
2, 9): “Escribiendo a los cristianos de Roma, San Pablo los exhorta a
manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus
contemporáneos: “No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos
mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es
la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2).
¿Qué
quería decir, más exactamente el Santo Padre, cuando decía que los jóvenes tenían
que ser “sal”? Se refería a la gracia que habían recibido en el bautismo, pero también
se refería a la fe en Jesús como Hombre-Dios, porque la fe en Jesús es lo que
hace que esta vida sea vivida de un modo nuevo, no alegre ni divertido, sino
apasionado, maravilloso, santo, porque la fe en Jesús nos hace descubrir un
mundo fascinante: nos hace descubrir que hay un Dios en la cruz para amar; nos
hace descubrir que hay un Dios en la Eucaristía para adorar; nos hace descubrir
que tenemos una Madre del cielo para amar con amor de hijos; nos hace descubrir
que tenemos un ángel de la guarda al cual encomendarnos cada día, todos los
días; nos hace descubrir que hay un hermano para amar con el amor de Cristo; nos
hace descubrir que hay una vida de gracia, que debemos conservar y acrecentar,
y una vida de pecado, de la que debemos huir, como si fuera la peste; nos hace
descubrir que hay un cielo para ganar y un infierno para evitar. Por eso el
Santo Padre decía que los jóvenes debían ser “sal” del mundo, porque debían ser
jóvenes con fe en Jesucristo, el Hombre-Dios, el Redentor, que debían “conservar
y trasmitir” esa fe a los demás. Decía así el Santo Padre: “Durante mucho
tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para conservar los
alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar la fe que
habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra generación tiene
ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la fe” (cfr. 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14)[4].
Pero, para vivir la fe, hay que descubrirla, hay que
apasionarse por ella, hay que estudiarla, hay que profundizarla, hay que
beberla de la vida de los santos y de los mártires de la Iglesia Católica, que
dieron sus vidas por la fe en Jesús, el Hombre-Dios, y hay que practicarla,
según los Mandamientos de la Ley de Dios: “¡Descubrid vuestras raíces
cristianas, aprended la historia de la Iglesia, profundizad el conocimiento de
la herencia espiritual que os ha sido transmitido, seguid a los testigos y a
los maestros que os han precedido! Sólo permaneciendo fieles a los mandamientos
de Dios, a la alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada en la Cruz,
podréis ser los apóstoles y los testigos del nuevo milenio”[5].
Decía el Santo Padre que el joven debe buscar la plenitud de
la existencia –la perfección en el amor, en la vida, en el ser, que se dan solo
en Jesucristo-, porque eso es lo propio de la condición humana y sobre todo del
joven, y que si no lo hace, se cae en la mediocridad y el conformismo, que es
lo que sucede en la actualidad, cuando se buscan diversiones “insulsas” y “modas
pasajeras”: “Es propio de la condición humana, y especialmente de la juventud,
buscar lo absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia. Queridos
jóvenes, ¡no os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más
altos! No os dejéis desanimar por los que, decepcionados de la vida, se han
hecho sordos a los deseos más profundos y más auténticos de su corazón. Tenéis
razón en no resignaros a las diversiones insulsas, a las modas pasajeras y a
los proyectos insignificantes. Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis
evitar la mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad”[6].
¿Qué quería decir el Santo Padre cuando decía que los
jóvenes debían ser “luz del mundo”?
Ante
todo, significa el deseo de no solo evitar el error y la mentira, sino de buscar
la Verdad, que es Jesucristo. Así como la luz disipa las tinieblas y la
oscuridad, así la luz de la Verdad, que es Cristo, disipa las tinieblas del error
y del pecado, y por eso el joven, al buscar y encontrar a Cristo, y al llevar a
Cristo en su corazón por la gracia, se convierte en “luz del mundo”, que
ilumina, con la luz de Cristo, todos los ámbitos en donde se encuentra. Decía así
Juan Pablo II: “Vosotros sois la luz del mundo....”. Para todos aquellos que al
principio escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz
evoca el deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que
están impresos en lo más íntimo de cada ser humano. (…) Queridos jóvenes, ¡a
vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana (cfr. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada
del sol que es Cristo resucitado! La luz de la cual Jesús nos habla en el
Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón
y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las
tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar
el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Cor 4, 6). Por eso adquieren un
relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión:
“Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que
tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce
por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que
Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más
profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la
inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia,
vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad” (cfr. Veritatis splendor, 88).
Quien no busca, ni encuentra, ni lleva a Cristo en su
corazón por la gracia, vive en las tinieblas más profundas, como sucede en
nuestro mundo contemporáneo, caracterizado por ser un mundo sin Dios, y es por
eso que el joven, iluminado por Cristo debe iluminar a sus hermanos con la luz
de Jesús: “En el contexto actual de secularización, en el que muchos de
nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son
atraídos por formas de religiosidad irracionales, es necesario que precisamente
vosotros, queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que
compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe
las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros
con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis
signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo.
No lo olvidéis: “¡No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín!”
(cf. Mt 5,15).
En definitiva, según el Santo Padre Juan Pablo II, el joven
está llamado, entonces, a ser santo, no a ser mundano; el joven está llamado a
encontrar a Jesucristo y a conocerlo personalmente, para ser iluminado por Él,
que es la “Luz del mundo”; el joven está llamado a vivir con la vida de
santidad que le comunica Jesucristo, convirtiéndose, de esta manera, en “sal
del mundo y luz de la tierra”, para así dar sabor al mundo e iluminarlo con la
luz misma de Jesús: “Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las
tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un
reflejo de la gloria de Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes,
cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer
las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida
propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste
recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita,
Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu
o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la "azucena de
los Mohawks". Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta
muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los
santos del tercer milenio!”.
Por último, ¿dónde encontrar a Jesús, para ser santos, para
ser iluminados por Él, para ser “sal de la tierra y luz del mundo”?
En la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad; en la cruz, y en el prójimo más necesitado.
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