Un filósofo de la Antigüedad, Aristóteles, decía que “todo
hombre desea ser feliz”, porque la felicidad es como un sello que se imprime en
el alma desde el momento mismo en que el alma es creada, y es por eso que,
desde el primer instante de la concepción, comienza la búsqueda de la felicidad
para todo hombre, una búsqueda que se extiende durante toda su vida, hasta el
día mismo de su muerte.
El deseo de felicidad, impreso en el alma, es tan fuerte y
tan grande, que no se puede satisfacer con cualquier cosa, y ésa es la razón
por la cual la búsqueda dura toda la vida y se la busca en muchas cosas y
lugares.
Precisamente, San Agustín, uno de los más grandes santos y
doctores de la Iglesia, sostenía que no somos felices porque buscamos la
felicidad en donde no podemos encontrarla, porque en esas cosas y lugares en
donde la buscamos –que son cosas y lugares terrenos-, la felicidad no se
encuentra.
Esto nos plantea numerosas preguntas: ¿dónde se encuentra la
felicidad? ¿Qué o Quién la proporciona? ¿A través de qué medios debo buscarla?
Para acercarnos a las respuestas que buscamos, debemos
comenzar por una respuesta negativa: dónde NO está la felicidad: en el dinero, en
las riquezas materiales, en los bienes terrenos, en la satisfacción de las
propias pasiones, en la fama, en el éxito mundano. Mucho menos, cuando todo
esto se obtiene por medios ilícitos. Intentar ser felices con estas cosas, es
como tratar de rellenar un abismo, del cual no veo el fondo, con un pequeño
balde de arena. Es imposible: el abismo sin fondo, es el alma, creada para ser
feliz; el balde de arena, es el dinero, las riquezas, la fama, el éxito, etc.
Nada de eso puede hacer feliz al hombre, porque el hombre no ha sido creado
para eso. Esto explica el porqué de muchas personas que, poseyendo grandes
cantidades de dinero, por ejemplo, desean tener y tener más, acumulando cada vez
más, al tiempo que, cuando tienen cada vez más, menos felices son: porque su
alma no se siente feliz, ni con el dinero, ni con todo lo que el dinero
proporciona.
Entonces, ya podemos responder a la segunda pregunta: ¿qué o
quién proporciona la felicidad? Y la respuesta es “Quién”, y ese “Quién” es
Dios, porque sólo Él es el Único capaz de colmar ese abismo insaciable de
felicidad que es el alma humana, porque sólo Dios es Espíritu Puro, Amor Puro,
Paz verdadera, Sabiduría, Luz, e infinidad de virtudes y atributos, que colman
y saturan al alma que se deja amar por Él. Sólo Dios, entonces, puede colmar la
sed insaciable de felicidad que anida en lo más profundo del ser humano. Eso quiere
decir que, cuanto más cerca estamos de Dios, más recibimos de Dios lo que Dios
ES: Amor, Luz, Paz, Alegría, Felicidad, gozo, Sabiduría. Es por esto que San
Agustín decía: “Nuestro corazón, Señor, está inquieto, hasta que no descansa en
Ti”.
La otra pregunta, entonces, es: ¿a través de qué medios
buscar esa felicidad que sólo Dios puede dar? En la Sagrada Escritura se dice: “Buscad
a Dios, mientras se deja encontrar” (cfr. Is
55, 6). Dios se hace el encontradizo; Dios parece como que no está, pero en
cuanto empezamos a buscarlo, aparece, se nos muestra, sale a nuestro encuentro.
¿Dónde buscarlo? ¿Cómo buscarlo? Para el joven, mediante dos mandamientos: el
Primero –“Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”-
y el Cuarto –“Honrarás padre y madre”-. En la observancia de estos dos
mandamientos, el joven encuentra a Dios y, al encontrar a Dios, se nutre de
todo lo que Dios Es, y ve colmada su alma de alegría, de amor y de felicidad. Aunque
además de los dos mandamientos, para encontrar a Dios son necesarias, la
oración y la frecuencia de los sacramentos, Penitencia y Eucaristía,
principalmente.
Amar a Dios, honrar a los padres, hacer oración de la mano
de la Virgen, recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús con el alma en
gracia: ése es el simple y seguro camino a la felicidad, en esta vida y en la
otra, para todo joven cristiano.
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