Homilía con ocasión de la muerte repentina de un joven
Toda muerte produce angustia, dolor, tristeza, llanto, porque
el ser querido, a quien amábamos, ya no está más entre nosotros. La muerte
produce dolor y produce un sentimiento de estupor; conmociona, golpea
emocional, psicológica y espiritualmente al ser humano, y la razón es que el
ser humano no ha sido creado para morir, sino para vivir. El ser humano no está
preparado para la muerte, porque no fue creado por Dios para morir, porque Dios
“es un Dios Viviente, no un Dios de muertos” (cfr. Lc 20, 38), y por eso mismo, cuando acontece una muerte, esta
produce desconcierto, dolor, angustia, tristeza, llanto. Mucho más, cuando ese
ser querido que fallece, es un joven, en quien se supone que la vida debía aún
desplegarse con todo su potencial vital, tanto en el presente como en el futuro
y ahora, por la muerte, el desplegarse de ese potencial de vida queda repentinamente
truncado.
Sin embargo, el católico, frente a la muerte, no se queda solo
en el dolor y en la angustia, y no se queda sin respuestas. Frente a la muerte, el
católico tiene respuestas que dejan su alma tranquila, serena y en paz, e
incluso hasta con alegría, aun cuando de sus ojos broten lágrimas que surquen
sus mejillas y aun cuando su corazón esté estrujado por la tristeza y el dolor
y esto se debe a que el cristiano católico cree y tiene fe en Jesucristo.
La muerte no encuentra respuesta sino es a la luz de la cruz
de Jesucristo, el Hombre-Dios, muerto en cruz y resucitado.
Por la muerte en cruz de Jesucristo, aun cuando el cristiano
no entienda cómo ni porqué, ya tiene un rayo de luz y de esperanza que
tranquiliza su alma, porque sabe que Jesús ha vencido a la muerte y que por lo
tanto, por su muerte en cruz y resurrección, tiene la certeza segurísima de
reencontrarse con su ser querido, en el Amor de Cristo, en la otra vida, porque
Jesús ha vencido a la muerte.
Por
la fe sabemos que podemos volver a ver a nuestros seres queridos fallecidos, en
Cristo, por su sacrificio en cruz y resurrección y por su Amor misericordioso;
la fe católica nos dice que Cristo ha vencido a la muerte en la cruz y nos ha
dado su Vida, la vida del Hombre-Dios, que es la Vida del Ser trinitario, la
Vida eterna, y por eso, como católicos, frente a la tristeza que nos produce la
muerte, tenemos como contrapartida la alegría de la resurrección de Cristo.
Pero
no es un proceso “automático”: está en nosotros no dejarnos abatir por la tristeza
de la muerte de nuestros seres queridos, sino dejarnos invadir por la alegría
de la Resurrección de Jesucristo, porque si no lo hacemos nosotros, nadie lo
hará por nosotros. Para que la muerte de nuestros seres queridos no nos
avasalle, y para que la alegría de la resurrección de Jesús predomine en
nuestras vidas, debemos levantar la mirada a Jesús crucificado y, arrodillados
ante la cruz, aferrados al manto de la Virgen, que está al pie de la cruz,
contemplar a Cristo que muere en la cruz, y es aquí en donde comienza el
proceso de serenidad y de calma para el alma, porque la fe me dice que ese
Cristo que muere el Viernes Santo, es el Cristo que luego resucita el Domingo
de Resurrección, y es el Cristo que se dona, con su Cuerpo glorioso y
resucitado, lleno de la Vida Eterna de Dios, en la Eucaristía. La fe me dice
que ese Cristo que muere en la cruz, es el Cristo que resucita el Domingo de Resurrección
y es el mismo Cristo que vive en la Eucaristía.
Y
es aquí en donde radica la esperanza del católico; es aquí, al pie de la cruz,
de rodillas ante Jesús crucificado, en donde mi tristeza, mi llanto y mi dolor
por mi ser querido fallecido, comienzan a convertirse, lentamente, en
esperanza, en serena paz y hasta en alegría, una alegría profunda y serena,
porque la fe me dice que Jesús ha vencido a la muerte, ha resucitado y que, por
su muerte en cruz y resurrección, el reencuentro con quien amaba y ya no está porque
murió, no es una fantasía, sino una posibilidad real, cierta, certísima,
segurísima, porque Jesús es Dios y Él ha vencido a la muerte para siempre, en
la cruz, para darnos su Vida eterna.
Entonces, frente al dolor de la muerte, que me oprime el corazón,
debo acudir, con ese corazón oprimido por el dolor, ante Jesús crucificado y,
confiándome en la ayuda de la Virgen, elevar la mirada hacia Jesús que por
nosotros muere en la cruz para darnos su Vida eterna, para resucitar el Domingo
de Resurrección, para abrirnos las puertas del Reino de los cielos, y convertir
así en una realidad el reencuentro con el ser amado a quien hoy la muerte me lo
ha arrebatado.
La fe católica nos dice entonces que frente a la muerte
podemos estar tristes, porque es lógico que la muerte nos provoque tristeza,
angustia, dolor; pero la fe católica nos dice también que de ninguna manera debemos
dejarnos abatir por la tristeza, porque la alegría de la resurrección de Jesús
es infinitamente más grande que la tristeza que la muerte pueda provocar. Pero eso
es algo que solo lo podemos hacer con nuestra libertad, y nadie más puede
hacerlo en lugar nuestro, porque la fe es un don, pero es también una respuesta
libre a ese don: Jesús ha resucitado y su resurrección nos conforta con la
esperanza del reencuentro con nuestros seres queridos fallecidos, en el Reino
de los cielos, por su Misericordia, pero debemos aceptar y decir “Sí”, desde lo
más profundo de nuestro ser, a esta verdad, de un modo personal e íntimo, para que
la fuerza de la alegría de la resurrección de Jesús, invada el ser y derrote a
la tristeza. Es necesario hacer el acto de fe de creer en Jesús resucitado, que
en el cielo nos permitirá el reencuentro -para no separarnos más, con nuestros
seres queridos-, porque si no lo hacemos de modo personal, nadie, ni siquiera
Dios, podrá hacerlo por nosotros. Es por eso que es necesario, frente a la
muerte, no detenerse en el dolor que provoca la muerte, sino, contemplando a
Cristo muerto y resucitado, elevar el pensamiento y el alma a la certeza
segurísima del reencuentro, en el Amor, con nuestros seres queridos, porque eso
es lo que nos enseña nuestra fe católica.
Por
otra parte, para que se produzca este reencuentro, de nuestra parte, debemos
tener presente que no será automático, sino que tendremos que hacer tres cosas:
evitar toda malicia del corazón, es decir, el pecado, porque el pecado nos
aparta de Dios; vivir en gracia y obrar la misericordia.
Si esto hacemos, estamos segurísimos, certísimos, del
reencuentro, en el Amor de Cristo, el día de nuestra propia muerte, luego de
nuestro propio juicio particular, por la Divina Misericordia de nuestro Dios,
con nuestros seres queridos fallecidos, para ahora sí, ya nunca más separarnos,
en el Reino de la eterna bienaventuranza.
Con esta certeza en el pensamiento y en el corazón, podemos
llorar a nuestros seres queridos fallecidos, pero ahora no nos abatirá la
tristeza, sino que la alegría de Cristo resucitado brillará en lo más profundo
de nuestras almas y será lo que sostendrá nuestras vidas y nos dará, aun en
medio del dolor, serenidad, paz y alegría.
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