Un filósofo griego, que se llama Aristóteles, decía que
todos los hombres, desde que nacen, buscan permanentemente la felicidad. Y San
Agustín decía que eso era verdad, pero el problema era que los hombres la
buscaban en lugares equivocados: el dinero, la fama, el éxito pasajero, el
aplauso de los hombres. Todo eso da una felicidad, pero una felicidad que es
muy fugaz, que pasa muy rápido, tan rápido, que el hombre ni siquiera se da
cuenta cuando ya pasó. El Qoelet dice que todo es “vanidad de vanidades” y “atrapar
vientos” (1, 14). Buscar la felicidad en las cosas materiales es para el hombre como
intentar atrapar el viento, es como tratar de llenar un precipicio con un balde
de arena: es imposible, porque el corazón del hombre ha sido hecho para
colmarse de una felicidad y de un amor infinitos, que sólo Dios puede
satisfacer. Por eso San Agustín decía: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro
corazón no descansa en paz, hasta que no reposa en Ti”. Ésta es la razón por la
cual, el corazón del hombre busca vanamente ser feliz en las cosas del mundo;
esta es la razón por la cual el hombre busca vanamente mendigar amor a las
creaturas, y las creaturas, aun cuando se lo propongan, no lo pueden
proporcionar, porque no lo tienen; sólo Dios tiene un Amor que contiene en sí
toda la felicidad capaz de extra-colmar el corazón del hombre. Para que nos
demos una idea, el corazón del hombre, es como un granito de arena, y el Amor
de Dios, es como cientos de miles de millones de cielos estrellados, y todavía
más, y todo eso nos lo quiere dar Dios a cada uno de nosotros, sin guardarse
nada para Él, para hacernos felices. Dios nos ha creado para que seamos felices
con Él y solo con Él y es por eso que somos in-felices –no somos felices-,
cuando no tenemos a Dios, y cuando buscamos la felicidad fuera de Dios. Sólo en
Dios está la felicidad, y quien encuentra a Dios, encuentra la máxima
felicidad, porque Dios es Amor y felicidad máxima.
Entonces, viene la pregunta: ¿Dónde está Dios? ¿Adónde ir a
buscarlo? ¿Acaso Dios no es invisible? ¿Acaso Dios no es demasiado grande para
mí? ¿Quién ha visto a Dios alguna vez?
Es verdad que Dios es invisible, pero
es verdad también que Dios se encarnó, se hizo carne en Jesús, para tener un
rostro, una cara, un cuerpo, para dejarse crucificar, para demostrar hasta
dónde llegaba su Amor por todos y cada uno de nosotros. Es verdad que Dios es
demasiado grande, pero Dios se hizo pequeño, como un Niño en Belén, y luego, ya
de joven, subió a la cruz, para vencer a la muerte, al demonio y al pecado,
para luego, después de muerto, resucitar y ascender a los cielos, para
prepararnos una habitación en la Casa del Padre; y así, desde que resucitó, Jesús
está en el cielo, resucitado, glorioso, porque es Dios. Él es Dios Hijo, es el
Hijo de Dios Padre, y está junto al Padre y junto a Dios Espíritu Santo. Es la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Junto al Padre y al Hijo, forman las
Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad. Eso es en el cielo, en donde
Jesús nos espera para hacernos felices para siempre.
Pero aquí, en la tierra, ¿dónde está Jesús? Porque yo quiero
empezar a ser feliz aquí, en la tierra.
Aquí en la tierra, Jesús está en tres lugares: en la cruz,
en la Eucaristía y en mi hermano más necesitado: en el pobre, en el enfermo, en
el preso, en el que no vale nada a los ojos de la sociedad. Si quiero ser
feliz, voy a buscar a Jesús, que está en esos tres lugares: en la cruz, en la
Eucaristía y en el prójimo más necesitado. No está en ningún otro lugar. No está
en el dinero, no está en los placeres de los sentidos, no está en el éxito
mundano, no está la fama, no está en el poder, no está en el ser aplaudido por
los hombres. Si quiero ser feliz, en esta vida y en la vida del Reino de los
cielos, voy a buscar a Jesús en donde está Jesús: en la cruz, en la Eucaristía
y en el hermano que esté más necesitado. Y antes de que lo empiece a buscar,
Jesús va a salir a mi encuentro, y me va a dar su Amor, y voy a sentir la
alegría de su Amor en mi corazón, y ya voy a experimentar, por anticipado, la
felicidad que experimentaré, para siempre, en la Casa del Padre.
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