Muchas veces la muerte se lleva a una vida joven, y cuando
se lleva a una vida joven, sorprende, porque es un hecho mucho más inesperado
que cuando se produce en vidas que ya han pasado la época de la juventud. La
muerte provoca desconcierto, angustia, vacío, tristeza, pero sobre dolor, un
profundo dolor, y mucho más cuando se trata de una persona joven, porque se
supone que un joven, tiene todavía –como se dice- “toda una vida por delante”-,
y por lo tanto, se ve cómo esa vida ha quedado, repentinamente, truncada. Los
medios de comunicación nos brindan, a menudo, noticias en las que los jóvenes
son protagonistas –efímeros- de tristes noticias, porque han perdido la vida
por diversos motivos: accidentes automovilísticos, guerras, asesinatos,
suicidios, enfermedades, tragedias, etc. En todos los casos, se repite siempre
el mismo escenario y las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Acaso no tenía que vivir
más tiempo? ¿Acaso no era demasiado joven para morir?
Es en estos casos, en donde el misterio de la muerte resurge
con mayor ímpetu, y es en estos casos en donde el joven cristiano debe estar
más firme, para saber qué y cómo responder, para no quedar aplastado por el
desconcierto y por el dolor.
Para el joven cristiano, la muerte, si bien significa
siempre tristeza, vacío, angustia, dolor, porque el ser querido ya no está más,
no significa sin embargo nunca desesperación, abandono, irreversibilidad,
porque el cristiano sabe que la muerte –junto a los otros enemigos del hombre,
el demonio y el pecado- ha sido vencida definitivamente por Jesucristo en la
cruz.
En muchas representaciones pictóricas, puede verse a Cristo
en la cruz, y puede verse cómo, al pie de la cruz, su Sangre escurre hacia
abajo, hacia la tierra, penetrándola, empapándola, hasta alcanzar, hacia abajo,
a un cráneo, que se encuentra en la profundidad de la tierra: según la
Tradición, se trata del cráneo de Adán, puesto que, también según la Tradición,
Jesús fue crucificado en el Monte Calvario, justo por encima en donde Adán fue
sepultado, de modo que la Sangre de Jesús, escurriendo por los vericuetos de la
roca e impregnando la tierra, llegó hasta el cráneo de Adán, y debido a que la
Sangre de Jesús es portadora del Espíritu Santo, al tomar contacto con el
cráneo de Adán, le dio vida, resucitándolo, y es así como Jesús, resucitando Él
por su propio poder en el sepulcro, y resucitando a la humanidad, al infundir
el Espíritu Santo, Dador de vida eterna, venció a la muerte. Esta es la razón
por la cual el joven cristiano, frente a la muerte, no puede jamás, ni
desesperarse, ni atormentarse, ni pensar que está todo perdido; por el
contrario, el joven cristiano, frente a la muerte, debe elevar sus ojos a Jesús
crucificado y pedir que sea su Sangre la que lo cubra, para verse por ella
purificado de todo mal y de todo pecado, y confiar en su Misericordia.
El joven cristiano debe, además, ser consciente de que, aun
cuando él sea joven, la vida del hombre sobre la tierra es breve, tal como lo
dice la Escritura: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir
según tu voluntad”. Entonces, más que llorar a los que han partido –que es
lícito hacerlo-, el joven cristiano debe, confiando en la Misericordia Divina,
prepararse él mismo, obrando las obras de misericordia y viviendo en gracia,
para entrar, el día que Dios lo llame al juicio particular, para sortear el
juicio sin dificultad y así entrar en la Casa del Padre y vivir, con los seres
queridos, con los ángeles, con los santos, con Jesús y con la Virgen, en la
feliz bienaventuranza, por los siglos sin fin.
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