Para valorar y conocer la
bondad y la grandeza de la confesión, hay que valorar y conocer aquello que la
confesión quita del alma, el pecado.
Para eso, podemos imaginar a
un estanciero, su hijo, y un peón. Imaginemos a un estanciero, un dueño de una
estancia, muy grande, de miles de hectáreas, con miles de cabezas de ganado.
Imaginemos que este estanciero, que es una persona noble, honrada, generosa,
bondadosa, tiene un hijo, que vive con él, a quien este estanciero, que es su
padre, le hace compartir todos sus bienes, con quien almuerza y come todos los
días, y a quien le destina todo su afecto y su amistad y todos los cuidados de
un padre dedicado.
Imaginemos también que posee un
peón, que es un extraño, que está a su servicio, que trabaja por un sueldo,
vive en la misma estancia, pero, a diferencia del hijo, no recibe ni los
cuidados ni el afecto que el hijo sí recibe del padre. Recibe un trato justo y
cordial, pero no el trato de hijo, ya que se trata de un extraño.
¿Qué pasaría si un buen día el
peón, a pesar de que su patrón es justo y lo trata bien, se enoja con su patrón
y lo ofende? El dueño de la estancia se vería ofendido por la malicia de un
extraño, en su calidad de dueño de la
estancia.
¿Y qué pasaría si el hijo, que
vive de los bienes de su padre, que recibe todo el afecto de su padre, que es el
heredero de su estancia y de todo lo que posee, también lo trata mal y lo
ofende? El padre se vería ofendido por la malicia de su hijo no como dueño de
la estancia, sino como padre.
¿Hay diferencia entre uno y en
otro caso?
En los dos casos, hay una
injusticia y una acción mala y deshonesta, tanto por parte del peón como por
parte del hijo del estanciero.
En los dos casos la acción
mala es la misma, una ofensa hacia alguien que es bueno y justo, pero hay una
diferencia: en el caso del hijo, la acción mala es esencialmente distinta, más
grave, y le provoca más dolor al estanciero, porque es su padre. El peón
también lo ofende, pero su malicia es menor, y la ofensa también es menor: la
maldad del hijo es superior a la del peón, justamente por ser hijo[1].
El hijo que ofende a su padre
somos nosotros cuando pecamos, ya que nosotros hemos recibido la dignidad de la
filiación divina en el bautismo. El peón es un pagano, alguien que pertenece a
otra religión, que al ofender a Dios lo hace no como hijo, sino como una
creatura, como alguien que no posee la dignidad de la filiación divina. De ahí
que la ofensa sea mayor para Dios en el caso de sus hijos, nosotros, los
bautizados, que en el caso de quien no está bautizado.
Esa acción injusta ofende a
Dios, y a nosotros nos provoca la pérdida de la amistad con Dios y el
oscurecimiento de nuestra filiación divina, recibida en el bautismo. Ofendemos
a Dios y nos hacemos enemigos suyos.
Pero hay un modo de recuperar
la amistad con Dios y la filiación perdida, y ese modo es por la confesión, ya
que por la confesión, invisiblemente, misteriosamente, pero realmente, Cristo,
que es Dios, borra nuestra ofensa con la Sangre de su sacrificio, y nos
devuelve la amistad con Dios y el estado y la dignidad de hijos de Dios.
Por la gracia, que la
recibimos en la confesión, recuperamos la amistad perdida con Dios y nuestra
filiación divina; de ahí el aprecio que debemos tener a la confesión.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben,
Los misterios del cristianismo,
Ediciones Herder, Barcelona 1964, 262s.
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