Hay un sentimiento innato en el ser humano, que se hace
particularmente evidente en la juventud, y es el de la alegría: todo el mundo
desea estar alegre porque, como dice el Papa Benedicto XVI a los jóvenes, “nuestro
corazón está hecho para la alegría”[1]. La
alegría se deriva de un estado del alma, que es la felicidad, el cual es
también innato al ser humano; como dice un Padre de la Iglesia, San Agustín, “todo
el mundo desea ser feliz”. Es decir, todo ser humano nace deseando ser feliz y
por lo tanto, deseando ser alegre, que es una consecuencia de la felicidad. Pero
también es cierto que la felicidad –al menos la felicidad plena- es algo muy
difícil de alcanzar, y la razón está en que, como lo dice también San Agustín,
se busca la felicidad en cosas que no pueden darla. Como dice el Papa, “Esta
búsqueda sigue varios caminos, algunos de los cuales se manifiestan como
erróneos, o por lo menos peligrosos”[2].
El Papa le decía a los jóvenes que lo que buscamos es una
alegría profunda, duradera, y que esto es especialmente válido para la época de
la juventud, en donde se planifica, con mucha esperanza, para el futuro: “Nuestro
corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar “sabor” a
la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros, porque la juventud es un
período de un continuo descubrimiento de la vida, del mundo, de los demás y de
sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se manifiestan los
grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y de verdad; donde uno
es impulsado por ideales y se conciben proyectos”[3].
Dice también el Santo Padre que Dios nos concede muchas
oportunidades de alegrías buenas y sanas: “Cada día el Señor nos ofrece tantas
alegrías sencillas: la alegría de vivir, la alegría ante la belleza de la
naturaleza, la alegría de un trabajo bien hecho, la alegría del servicio, la
alegría del amor sincero y puro. Y si miramos con atención, existen tantos motivos
para la alegría: los hermosos momentos de la vida familiar, la amistad
compartida, el descubrimiento de las propias capacidades personales y la
consecución de buenos resultados, el aprecio que otros nos tienen, la
posibilidad de expresarse y sentirse comprendidos, la sensación de ser útiles
para el prójimo. Y, además, la adquisición de nuevos conocimientos mediante los
estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones a través de viajes y
encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro. También pueden
producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer una obra
literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e interpretar la
música o ver una película”[4]. Sin
embargo, en nuestros días, es frecuente que el mundo intente engañarnos con
alegrías falsas, que en el fondo, son causa de profunda tristeza para el
corazón, porque el mundo nos quiere hacer creer que la alegría está en los
bienes materiales, en el dinero, en la fama, en el éxito fácil, en la
satisfacción de las pasiones. En definitiva, el mundo quiere hacernos creer que
la felicidad y la alegría están en el mundo.
Pero dice el Papa que no es así, porque la alegría verdadera
está en Dios: “En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas
del día a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no lo
parezca a primera vista”[5].
Dios es “alegría infinita”, dice el Papa –y también lo dice una gran santa, Sor
Teresa de los Andes-, y quiere comunicarnos de esa alegría, porque no se guarda
para sí mismo, sino que nos la quiere dar toda: “Dios es comunión de amor
eterno, es alegría infinita que no se encierra en sí misma, sino que se difunde
en aquellos que Él ama y que le aman”. ¿De qué manera quiere Dios darnos su
alegría? Para saberlo, pensemos en qué sucede cuando alguien hace un regalo a
otra persona: con el don, desea que esa persona sea feliz, esté alegre. De la
misma manera, Dios quiere darnos su alegría cuando aceptamos su don, su regalo.
¿Y cuál es el don de Dios para nuestras vidas? Es su Amor y su Amor se nos dona
a través del sacrificio de Jesús en la cruz, porque al ser traspasado el
Corazón de Jesús, se derrama el contenido de su Corazón, su Sangre y, con su
Sangre, su Amor de Dios, el Espíritu Santo. Esto quiere decir, entonces, que si
aceptamos el don de Dios, que es su Hijo Jesús, como dice el Papa: “Este amor
infinito de Dios para con cada uno de nosotros se manifiesta de modo pleno en
Jesucristo. En Él se encuentra la alegría que buscamos” –y nosotros agregamos que
está en la cruz y en la Eucaristía-, entonces aceptamos el don de su Amor y es
este Amor de Dios el que nos hará felices, en esta vida y en la otra.
[1] Cfr. Mensaje del Papa Benedicto
XVI para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro; http://es.catholic.net/op/articulos/5036/cat/221/mensaje-del-papa-benedicto-xvi-para-la-xxvii-jornada-mundial-de-la-juventud.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
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