Con su omnipotencia divina, Dios creó a los ángeles, seres
espirituales puros, dotados de inteligencia y voluntad. Los creó con capacidad
de pensar y de amar y con voluntad, todas cosas que caracterizan a una persona,
por eso son llamadas “personas angélicas”. Los creó en un número muy grande,
según dice la Biblia: “Miríadas y miríadas” (Dan 7, 10), aunque sólo sabemos los nombres de tres: Gabriel, “Fortaleza
de Dios”; Miguel, “¿Quién como Dios?”, y Rafael, “Medicina de Dios”. Hay que diferenciar
entre los ángeles de Dios, que son los que la Iglesia Católica nos da a conocer
–los tres Arcángeles y nuestros ángeles de la guarda- y los ángeles caídos o
rebeldes, los demonios, que en nuestros días se nos presentan disfrazados de
ángeles de luz, pero con nombres extraños, que no pertenecen a la Revelación de
Jesucristo. Estos ángeles son los ángeles de la Nueva Era, y se llaman Uriel,
Azrael, Misael, etc. La Nueva Era presenta una Angelología no Bíblica, ofrecen
contactos, talleres, cursos, formas para conocer el nombre, conferencias e
infinidad de libros titulados “ángeles del amor, ángeles de protección”, “ángeles
de la prosperidad”, todo lo cual confunde a los católicos, quienes piensan que
son ángeles buenos y por lo tanto se dirigen a ellos en sus oraciones, con lo
cual, en realidad, se están dirigiendo a demonios y no a los ángeles de Dios[1].
¿Cómo distinguirlos de los ángeles buenos? Ante todo, considerando que no
conducen a la veneración de la Virgen como Reina de los ángeles, y que
presentan a Jesús no como el Redentor de la humanidad, sino como un “Maestro” o
incluso como un extraterrestre. Todas estas son fantasías que tienen por objeto
desviar y pervertir la verdadera devoción a los ángeles. Se diferencian además
porque prometen prosperidad material y la obtención de cosas terrenas, lo cual
no forma parte de la misión de los ángeles de Dios, que es, como hemos visto,
auxiliarnos en nuestras tareas cotidianas, protegernos de los ángeles malignos
y, sobre todo, aumentar en nuestros corazones el amor a Cristo Dios y a la
Virgen, y hacernos desear el cielo, ayudándonos a desprendernos de la atracción
que ejercen las cosas de la tierra.
Para poder ganar el cielo, es necesario hacer un acto de
amor a Dios, porque Dios es Amor, y nadie que no lo ame, puede estar en su
Presencia. Dios nos creó, a los hombres y a los ángeles, para que gocemos y
disfrutemos de su contemplación y de su Amor, pero como somos libres, no va a
llevar a nadie en contra de su voluntad, porque Dios respeta profundamente lo
más preciado que tiene el hombre y que lo asemeja a Dios, y es la libertad. Para
poder entrar en el cielo, hay que demostrar, con actos de amor, que queremos
estar con el Dios-Amor; de lo contrario, no entraremos en el cielo. Y para
hacer ese acto de amor, es que Dios nos creó libres y nos pone a prueba, tanto
a los ángeles, como a nosotros, para que nadie pueda decir: “Yo no sabía que
para entrar al cielo, debía amar a Dios”. Precisamente, Dios creó a los ángeles
con libre albedrío para que fueran capaces de hacer su acto de amor a Dios y en
consecuencia, demostrar que querían estar con Dios por toda la eternidad. Sólo después
de este acto de amor, verían a Dios cara a cara, en el cielo[2]. En
el caso de los ángeles, esta prueba duró lo que en nosotros equivaldría a
escasos segundos –es un decir-, lo cual era suficiente, para la poderosa mente
angélica, para conocer a Dios y saber si elegía estar con Él o contra Él. Muchos
ángeles, siguiendo a Lucifer, se rebelaron contra Dios, perdieron la gracia
aunque conservaron su naturaleza angélica –por eso son tan fuertes y poderosos
en relación a nosotros, los hombres- y fueron condenados al Infierno, un lugar
de tormento eterno, creado para ellos y para las almas de los hombres que
libremente elijan morir en pecado mortal, porque no desean estar con Dios. En
otras palabras, nadie cae en el infierno “por casualidad”, ni tampoco nadie va
al cielo si no ama a Dios. En nuestro caso, la prueba para decidirnos si
queremos estar con Dios por toda la eternidad, es esta vida, por lo cual
nuestra vida como cristianos debe estar hecha de continuos actos de amor
sobrenatural, a Dios y a los hermanos. De esa manera, demostraremos a Dios que
queremos estar con Él para siempre y, cuando llegue el fin de nuestra vida
terrena, Dios nos llevará con Él, para gozar de su Amor y de su Alegría para
siempre.
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