Jóvenes murmurando, pecado contra el Octavo Mandamiento
¿Qué nos manda el octavo mandamiento de la Ley de Dios?
El
octavo mandamiento de la Ley de Dios nos manda decir la verdad y respetar la
fama del prójimo.
¿Qué
prohíbe el octavo mandamiento de la Ley de Dios?
El
octavo mandamiento de la Ley de Dios prohíbe: atestiguar lo falso en juicio,
calumniar al prójimo, decir cualquier clase de mentira, murmurar, juzgar mal
del prójimo, descubrir sin motivo sus defectos, y toda ofensa contra el honor y
la buena fama de los demás. En este mandamiento se prohíbe la mentira y se
manda respetar la buena fama del prójimo.
¿Cómo
se falta a este mandamiento? Se falta a este mandamiento de diversas maneras,
por ejemplo, la calumnia, en donde se
combina un pecado contra la veracidad (mentir), con un pecado contra la
justicia (herir el buen nombre ajeno), y la caridad (fallar en el amor debido
al prójimo)[1].
La calumnia hiere al prójimo en donde más le duele: en su reputación y buena
fama, y es un pecado mortal si con la calumnia se hiere seriamente el honor del
prójimo. Y esto sucede aunque no lo expresemos verbalmente, es decir, aunque
esa calumnia la formulemos solo en nuestra mente: lo mismo hemos calumniado a
nuestro prójimo y hemos cometido pecado mortal. Por ejemplo, si alguien hace
una obra buena, y yo digo en mi interior: “Lo hace solo para aparentar”: he
cometido pecado de juicio temerario[2].
La
detracción es otro pecado contra el octavo mandamiento, y consiste en dañar la reputación
ajena revelando pecados y defectos ajenos que son verdad, aunque no sean
conocidos. En algunos casos, puede ser necesario, con fines de corrección o de
prevención de delitos y daños mayores, que un padre revele las malas compañías
del hijo, o puede ser necesario advertir acerca de los antecedentes de
criminalidad que tiene el nuevo vecino. Sin embargo, los casos se deben
ponderar individualmente y solo en caso de extrema necesidad y gravedad, se
puede proceder a revelar dichos datos verídicos
–esto es obvio, porque de lo contario, se cae en el pecado de calumnia- sobre
esa persona; en todo caso, hay que tener siempre presente el siguiente
principio: se debe odiar al pecado, pero no al pecador[3].
Pero
no solo peca contra el octavo mandamiento, quien comete pecados de palaba y de
mente, sino que comete pecado quebrantando este mandamiento quien presta oídos
a la calumnia y a la difamación, aunque no diga ni una palabra, porque el
silencio cómplice alienta y fomenta la murmuración maliciosa. Será solo pecado
venial si solo escuchaba la difamación por curiosidad, pero si la escucha está
motivada por el odio a la persona difamada, el pecado es mortal. Cuando se
lesiona la fama de una persona en nuestra presencia, nuestro deber es cortar la
conversación, o, por lo menos, mostrar con nuestra actitud que ese tema no nos
interesa e incluso nos desagrada.
El
insulto personal (contumelia) es otro pecado contra el octavo mandamiento. Es
un pecado contra el prójimo que se comete en su presencia, y que puede ser
cometido de diversas formas. Podemos rehusar darle muestras de respeto y
amistad que le son debidas, como volverle la espalda o ignorar su mano
extendida, o hablarle de un modo grosero o ponerle apodos que falten a la
caridad. Un pecado menor, parecido, es la crítica despreciativa, es decir, el
encontrar faltas en todo, lo cual origina luego la actitud más grave de “acoso
moral y laboral” (“bullyng”).
Una
mentira simple, es decir, la que no casusa perjuicio ni se dice bajo juramento,
es pecado venial. De este tipo son las fanfarronadas, o las que se dicen para
evitar situaciones embarazosas; son mentiras simples, pero siempre mentiras y
por lo tanto, son pecados. Como dice San Ignacio de Loyola, se debe estar
dispuestos a que se pierda el mundo entero, antes de cometer un pecado venial. Pero
puedo no decir la verdad sin pecar cuando injustamente traten de averiguar algo
de mi persona. Lo que diga en ese caso, podrá ser falso, pero no es una
mentira: es un medio lícito de auto-defensa cuando no queda otra alternativa. Tampoco
hay obligación de decir siempre toda
la verdad, sobre todo cuando el que pregunta no tiene derecho a saber la verdad
(un desconocido que me preguntara por datos personales e íntimos míos y de mi
familia, por ejemplo; no tengo la obligación de decírselos, porque él no tiene
el derecho de conocerlos). Es legítimo dar una respuesta evasiva a estas
personas. Si alguien me pregunta cuánto dinero llevo encima, y yo le contesto
que llevo cien pesos cuando llevo mil, no miento. Tengo mil, pero no menciono
los novecientos pesos que también tengo; sólo declaro cien. Sin embargo, sí
sería una mentira, el afirmar que tengo
mil pesos cuando sólo tengo cien[4].
Hay frases convencionales que, aparentemente,
son mentiras, pero no lo son en realidad porque todo el mundo sabe lo que significan.
“No sé” es un ejemplo de esas frases: puede significar dos cosas: que realmente
desconozco aquello que me preguntan, o que no estoy en condiciones de
revelarlo. Es la respuesta del sacerdote –médico, abogado, pariente- cuando
alguien trata de sonsacar información confidencial. Análogamente, es la frase “no
está en casa”. “No estar en casa” puede significar que esa persona ha salido
efectivamente, o que no recibe visitas. Si un niño al abrir la puerta dice al
visitante que su madre no está en casa, no miente; no tiene por qué revelar que
su madre está en el baño o en la cocina[5].
El
mismo principio se aplica a quien acepta como verídica una historia que se
narra como chiste, sobre lo que cualquiera se da cuenta en seguida: si no se
aclara que es una mentira jocosa, esta puede convertirse en verdadera mentira.
Otra
forma de pecar contra este mandamiento es revelar los secretos que nos han sido
confiados. La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa
hecha, de la misma profesión (médicos, abogados, periodistas, etc.), o,
simplemente, porque la caridad prohíbe que yo divulgue lo que pueda herir u
ofender al prójimo. Las únicas circunstancias que permiten revelar secretos sin
pecar son aquellas que hacen necesario hacerlo para prevenir un daño mayor a la
comunidad, a un tercero inocente o a la misma persona que me comunicó el
secreto. Se incluye en este tipo de pecados el leer la correspondencia ajena
sin permiso o tratar de oír conversaciones privadas[6].
Este
mandamiento, al igual que el séptimo, nos obliga a restituir. Si he perjudicado
a un tercero, por calumnia, detracción, insulto o revelación de secretos
confiados, mi pecado no será perdonado
si no trato de reparar el daño causado lo mejor que pueda. Y esto es así
incluso aunque hacer esa reparación exija que me humille o que sufra un
perjuicio yo mismo. Si he calumniado, debo proclamar que me había equivocado;
si he murmurado, tengo que compensar la murmuración con alabanzas justas hacia
quien murmuré; si he insultado, debo pedir disculpas, públicamente, si el
insulto fue público; si he violado un secreto, debo reparar el daño causado del
modo que pueda y lo más rápido que sea posible.
El
principio que debe movernos, cuando tengamos la tentación de hablar del
prójimo, es: no abrir la boca si no es para decir lo que es estrictamente cierto y necesario, en caso contrario, mutis por el foro; nunca hablar del
prójimo –aunque digamos verdades sobre él- si no es para alabarle, o, si
tenemos que decir de él algo peyorativo, que lo hagamos obligados por una razón
grave.
¿Qué
manda el octavo mandamiento a los que trabajan en los medios de comunicación
social?
El
octavo mandamiento manda a los que trabajan en los medios de comunicación
social que informen siempre de acuerdo a la verdad, a la libertad y a la
justicia, y que respeten la buena fama del prójimo y de las instituciones.
¿Qué
sucede con el mentiroso, con el que dice mentiras?
Por
un lado, no entrará nunca en el Reino de los cielos, porque Jesús es la Verdad
en sí misma: “Yo Soy el Camino, la Verdad
y la Vida” (Jn 14, 6), y nadie que
diga mentiras puede estar delante de Dios. Por otro lado, el mentiroso se hace
cómplice del Demonio, llamado por Jesús “Padre de la mentira” o “Príncipe de la
mentira” (Jn 8, 44), porque hasta que
llegó el Demonio, nunca nadie jamás había dicho una mentira en el cielo. El Diablo
dijo una gran mentira, la cual salió de su mente enferma y soberbia: se creyó
su propia mentira, cuando al verse en la magnificencia en la cual Dios lo había
creado –era el más hermoso de los ángeles-, se ensoberbeció y se creyó que él
era Dios, y así fue que, llevado de su soberbia demoníaca, dijo la primera
mentira en el cielo -la primera y última, porque nunca más volvió a escucharse
ninguna otra mentira más en el cielo-: “¡Yo soy como Dios!”. En ese momento fue
que San Miguel Arcángel, al mando del ejército celestial de los ángeles de luz,
con un fuerte grito, dijo: “¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios! ¡Fuera del
cielo los soberbios y mentirosos!”. Y entonces comenzó la gran “batalla en el
cielo”, en donde lucharon los ángeles malos contra los buenos, encabezados por
San Miguel Arcángel, descripta por el Apocalipsis (cfr. 12, 7ss), al término de
la cual, Satanás y los ángeles apóstatas fueron expulsados del cielo por
soberbios y mentirosos, cayendo pesadamente a la tierra, para buscar “a quien
devorar” (cfr. 1 Pe 5, 8), es decir,
para buscar a quienes inocular su mismo veneno, el mismo veneno que contaminó
su corazón angélico, volviéndolo negro y pestilente, el veneno de la soberbia,
de la mentira y de la rebelión contra Dios. Jesús describe la caída del
Demonio, cuando dice: “Vi caer a Satanás como un rayo” (Lc 10, 18).
Al
mentiroso, entonces, además de hacerse cómplice del Demonio, le pasa lo mismo
que al Demonio: por decir mentiras, fue expulsado de la Presencia de Dios; de
la misma manera, el mentiroso, si dice muchas mentiras, aunque sea pequeñas,
pueden llegar a ser un pecado mortal, y eso es, en cierta medida, equivalente a
ser apartado de la Presencia de Dios. Además de ser apartado de la Presencia de
Dios y además de ser cómplice del Padre de la mentira, el mentiroso se coloca
bajo las siniestras alas y las filosas garras del Príncipe de las tinieblas,
porque el que dice mentiras, las dice por su propia necedad, o porque ha
aceptado la invitación del Padre de la mentira para decirlas.
Las
mentiras tienen consecuencias gravísimas; pensemos en lo que le sucedió a Jesús
por culpa de los mentirosos: en el juicio injusto en el que lo condenaron a
muerte, se presentaron muchos testigos falsos, que dijeron muchas falsedades, y
por culpa de esos mentirosos, Jesús fue condenado a muerte. El mentiroso es,
por lo tanto, culpable de lo que le suceda a aquel a quien él perjudica con su
mentira; pero también es igualmente
mentiroso, el que, sabiendo o sospechando que el testimonio del
mentiroso es una mentira, la acepta como si fuera verdad. Esto vale también
para los que juzgaron a Jesús y, como jueces inicuos, injustos, aceptaron como
verdaderos, los testimonios de testigos falsos: son considerados como
mentirosos, y como tales, también son apartados de la Presencia de Dios –en el
sentido de que cometen pecado mortal- y tienen la compañía del Príncipe de las
tinieblas.
¿Cómo
vivir positivamente este mandamiento?
Aplicando,
como regla de oro, el consejo dado por Tobit a su hijo Tobías: “No hagas a los
demás, lo que no te gusta que te hagan a ti” (4, 14).
Si
a alguien no le agrada que lo engañen o que hablen mal de él, entonces debe
también procurar de nunca engañar a nadie, ni estar hablando mal de los demás;
además, el hablar mal de los demás, o sea, la difamación, la calumnia, el
chisme, son pecados de murmuración y pueden llegar a ser pecados mortales. El
que difama o calumnia al prójimo, además de confesar su pecado tiene la
obligación grave de restituirle la honra y la fama que le ha quitado y en gran
medida, eso consiste en hablar bien o decir alguna virtud o algo bueno acerca
de la persona a la cual difamó.
La
manera de vivir positivamente este mandamiento, no es no solo no decir mentiras
ni levantar falso testimonio, sino detestar, con todas las fuerzas del alma,
toda clase de mentira, toda clase de engaño, en todo campo, pero sobre todo en
el campo de la fe, y es así que debemos rechazar con todas nuestras fuerzas la
herejía y el gnosticismo, que desvirtúan la fe de la Iglesia Católica, para
reemplazarla por una fe adulterada, que no es la verdadera; además, adherirnos
con todas las fuerzas de nuestra alma a la Verdad Encarnada, Jesucristo,
Sabiduría de Dios y Verdad divina materializada en una naturaleza humana. Jesús
dijo de sí mismo: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), y Él solo es la Verdad Absoluta de Dios, la Revelación
del Padre a la humanidad; Él es la Verdad de Dios que nos libera de las
tinieblas del error, de la ignorancia y del pecado, porque Él dijo en el
Evangelio: “La Verdad os hará libres” (Jn
8, 31), y ésa es la razón por la cual, cuanto más cerca esté de Jesucristo, más
iluminado estaré por el resplandor de la Verdad Eterna que es el Cordero de
Dios. ¿Dónde está Jesucristo? Está en el cielo, en donde es adorado por los
ángeles y los santos, pero también está aquí en la tierra, y en la tierra está
en la cruz, en la Eucaristía y en el prójimo más necesitado. Esto quiere decir
que, cuanto más cerca esté de la cruz, cuanto más cerca esté del sagrario,
cuanto más cerca esté de mi prójimo más necesitado, más cerca estaré de
Jesucristo, y de su Sagrado Corazón, de donde brota la Luz Eterna y como esta
luz que emana del Corazón de Jesús es la Verdad Eterna de Dios, entonces,
viviré iluminado por la Verdad de Cristo, que es la Verdad de Dios.
Magnífico trabajo éste de los 10 mandamientos, digno de ser reproducido en forma de video por youtube, específicamente las palabras de Satanás, ya que su lenguaje es muy fácil de captar por los jóvenes que gustan de vivir según esos consejos. Así sabrán que es el mismo diablo el que se los inspira. Felicitaciones y mil gracias por la rica enseñanza que he obtenido.
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