"Adán y Eva comen la fruta prohibida"
(Mantegna)
El pecado original cometido por Adán y Eva y por el cual se
perdieron todos los dones con los cuales Dios había dotado al hombre –entre ellos,
la gracia santificante-, se describe como una “mancha”, al efecto de darnos una
idea de qué es y en qué consiste. Así como un trozo de tela blanca queda
manchado por el barro, así podemos decir que el alma queda manchada, al nacer,
por el pecado original.
Pero también se lo puede describir en términos de luz y de
oscuridad, puesto que el pecado es la falta de algo, así como la oscuridad es
falta de luz. La oscuridad es ausencia de luz: cuando el sol despunta por la
mañana, desaparece la oscuridad de la noche[1].
De un modo similar, cuando decimos que “nacemos en estado de
pecado original”, queremos decir que, al nacer, nuestra alma está
espiritualmente a oscuras, porque no tiene la luz de la gracia santificante. Pero
también está muerta, sin vida, como un cuerpo cuando está sin vida, porque la
gracia es participación a la vida de Dios Trinidad; entonces, el alma en pecado
original no solo está a oscuras, sino que también está muerta a la vida de
Dios.
Cuando somos bautizados, la luz del Amor de Dios se vierte
en el alma y el alma se llena de la luz, de la vida y del Amor de Dios –algo similar
sucede cuando el alma se confiesa sacramentalmente y cuando recibe la Comunión
Eucarística-, lo cual quiere decir que el alma comienza a vivir con una vida
nueva, la vida de la gracia, que es la vida de Dios, porque Dios, por la
gracia, comienza a vivir en el alma[2].
El bautismo nos devuelve la gracia santificante, pero no
restaura los dones preternaturales, como es el librarnos del sufrimiento y de
la muerte.
Cuando pecamos, nuestra alma se vuelve oscura, fría, y muere
a la vida de Dios, aunque continúe con su vida natural y aunque continúe
iluminada con la débil luz de la razón, y aunque continúe con el débil calor de
su amor humano. A pesar de esto, el pecado quita la vida, la luz y el Amor de
Dios del alma, los cuales se restituyen con la gracia santificante recibida en
la Confesión Sacramental y se incrementan con la Comunión Eucarística en estado
de gracia.
No hagamos como Adán y Eva, que prefirieron el pecado –es decir,
la oscuridad, la frialdad del corazón, la muerte del alma-, antes que la gracia
–la luz, el calor del Amor de Dios y la vida de Dios-. Hemos sido rescatados al
precio de la Sangre de Jesús, derramada en la Cruz, para que vivamos en la
gracia, en la luz, la vida y el Amor de Dios, y no en el pecado.
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