Con frecuencia, el
cristiano cae en un error acerca de Semana Santa y Pascuas y es el de pensar
que se trata de un mero ejercicio piadoso, similar a Navidad, con la única
diferencia en el tiempo en el que se celebran una y otra. Se piensa, en el
mejor de los casos, en Semana Santa como un ejercicio piadoso de la memoria
cuyo único objetivo es el de cumplir con un rito ya establecido en un país que,
al menos en su origen, fue católico. En el peor de los casos, se piensa en
Semana Santa como un “período de descanso” necesario para esta época ajetreada
en la que vivimos.
Ambos enfoques
son, obviamente, erróneos. Tanto el primero y mucho más el segundo, pero ambos
son erróneos. En ambos casos la Semana Santa es un apéndice –piadoso en un
caso, festivo en el otro- de la existencia humana.
La Semana Santa no
es un apéndice de nuestra existencia, sino la fuente misma de nuestro ser vital
y esto en el sentido más literal de la palabra. Pero para poder comprender la
importancia vital –vital quiere decir que, sin Semana Santa, estamos
literalmente muertos- es necesario hacer una breve reflexión acerca del estado
espiritual de la humanidad a partir de Adán y Eva. Nos puede ayudar en esta
reflexión el no considerar a Jesucristo, es decir, hacer como si nada
supiéramos de Jesucristo. Caídos en el pecado original y perdida la gracia y
los dones preternaturales, toda la humanidad, desde Adán y Eva, está condenada
a la pérdida del alma por la eternidad. Todos y cada uno de nosotros, estamos
condenados, irreversiblemente, a la condenación, al final de nuestras vidas
terrenas. Sometidos a la enfermedad, al dolor y a la muerte, la vida humana
sobre la tierra está signada por el pecado, dominada por la muerte y
esclavizada por el Ángel caído, el Demonio.
Ésta es la
realidad de la raza humana, a lo cual se le suma el veredicto de la Divina
Justicia, que no puede dejar pasar la falta del hombre contra su divina
majestad, y por lo tanto emite su veredicto de castigo sobre el pecado –la
malicia del hombre-. El panorama de la humanidad, entonces, es el siguiente:
oscuridad espiritual, pecado, malicia del corazón, dolor, enfermedad, muerte,
condenación eterna, separación absoluta, completa y definitiva de Dios en la
otra vida, blanco de la ira de la Justicia Divina.
Ahora bien, ésta es nuestra realidad existencial y ontológica como seres
humanos. La solución y la salida se presentan imposibles, porque tanto el
hombre como el ángel son incapaces de quitar el pecado, de derrotar a la muerte
y de vencer al Demonio. Es decir, con las solas fuerzas creaturales, es
imposible vencer a los tres grandes enemigos de la raza humana.
Pero he aquí que viene en nuestro auxilio no un ángel, sino el mismo
Dios Trino: Dios Padre envía a su Hijo Jesucristo por medio de Dios Espíritu
Santo, para no solo vencer a los tres grandes enemigos, sino para donarnos algo
que antes, con Adán y Eva, no poseíamos y es el don de la gracia de la
filiación divina.
Jesucristo es el Hombre-Dios, es el Verbo Eterno del Padre que pro el
Santo Sacrificio de la Cruz se interpone entre nosotros y la ira de la Justicia
Divina; recibe sobre su Alma y sobre su Cuerpo el castigo que nosotros
merecíamos por nuestros pecados; vence al Demonio, a la Muerte y al Pecado y
derrama sobre nuestras almas la Sangre de su Sagrado Corazón que, por ser la
Sangre del Cordero de Dios, contiene el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que es
el que nos concede la filiación divina.
Con su Pasión y Muerte en Cruz, Jesús se interpone entre nosotros y la
ira de la Justicia Divina y la convierte, la intercambia, por Misericordia
Divina. Él recibe el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados y a
cambio nos dona la Divina Misericordia, la vida de la gracia que nos hace ser
creaturas nuevas, porque nos hace nacer a la vida de los hijos adoptivos de
Dios, que viven con la vida misma de Dios Uno y Trino.
Por otro lado, la celebración de la Semana Santa y de Pascuas de
Resurrección no se limita a un mero recuerdo piadoso: se trata de una verdadera
participación, por el misterio de la liturgia y del Espíritu Santo que guía a
la Iglesia, del Cuerpo Místico de Cristo –los bautizados- a su Pasión, de
manera tal que, si nosotros pudiéramos “darnos cuenta” –por así decir- de lo
que sucede espiritualmente en la Iglesia en Semana Santa, veríamos cómo la
Iglesia toda está presente en la Pasión del Señor. Es decir, viviendo en el
siglo XXI, la Iglesia del siglo XXI está presente, por el misterio de la
liturgia, en el siglo I de nuestra era, es decir, se hace contemporánea de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. El Cuerpo Místico es crucificado
el Viernes Santo y recibe el Espíritu de Vida del Hombre-Dios el Domingo de
Resurrección. Esto, en la realidad, y no en el mero recuerdo piadoso. Y el
fruto de la Resurrección, que es la vida eterna, lo recibimos de modo
anticipado en la Eucaristía. Solo si consideramos a la Semana Santa y a Pascuas
de Resurrección desde este punto de vista, podremos vivirla de manera
verdaderamente cristiana. De otro modo, viviremos este período como un recuerdo
piadoso o, en el peor de los casos, como un tiempo de vacaciones.
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