miércoles, 10 de agosto de 2016

El matrimonio católico, participación de los esposos a la unión mística esponsal de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa


Santos Mártires Timoteo y Maura, los jóvenes esposos 
que fueron víctimas de las crueles persecuciones de Diocesano, en el Alto Egipto.

         Antes de hacer alguna consideración es necesario, a modo de introducción, reflexionar acerca del matrimonio como “misterio sacramental”. Para ello, podemos traer a la mente la imagen de la Vid y los sarmientos, tal como la describe Nuestro Señor en el Evangelio: “Yo Soy la Vid, vosotros los sarmientos (…) Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (…) Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (cfr. Jn 15, 1-8). En esta figura, el sarmiento que se injerta –o no- a la Vid verdadera, que es Jesucristo, es el matrimonio, formado por los cónyuges, que ya no son dos, sino uno. Jesucristo es la Vid, la Fuente Inagotable de la gracia, y si un matrimonio permanece unido a Él, recibe de Él el flujo vital, la savia que reverdece el sarmiento y le hace dar frutos de santidad, y es la gracia sacramental propia del sacramento del matrimonio. Pero de la misma manera a como un sarmiento, si es cortado y arrojado fuera de la vid, se seca y muere irremediablemente sin dar frutos, así también quienes no están unidos por el sacramento, no reciben la fuente de gracia que proviene de Jesucristo, y es lo mismo o similar también para quienes, unidos por el sacramento del matrimonio, no acuden a este para recibir las gracias que el sacramento contiene.
Otra imagen que debemos tener en mente es la de Jesús Divino Esposo, unido en desposorios místicos con la Iglesia Esposa, porque es de esta unión primaria, celestial, sobrenatural, de donde el matrimonio cristiano toma todas sus características: unidad (de uno, varón, con una, mujer), indisolubilidad (para siempre), fecundidad (el matrimonio es para procrear)[2]. La unidad –y la fidelidad- del matrimonio se deriva de la unidad del desposorio místico de Jesucristo con la Iglesia Católica: así como es impensable un Cristo –el Cristo del Símbolo de los Apóstoles- sin la Iglesia Católica, así también es impensable una Iglesia Católica sin Cristo o con Cristo y otros ídolos: Cristo es el Único Esposo de la Iglesia Esposa; la indisolubilidad también se deriva de este matrimonio místico: Jesús ama a su Esposa la Iglesia en la tierra y en la eternidad, para siempre; la fecundidad también se deriva de este matrimonio celestial: así como la Iglesia concibe innumerables hijos para Dios por el Bautismo sacramental, así también el matrimonio cristiano debe concebir tantos hijos como les sea permitido. En otras palabras, las características del matrimonio católico no se derivan de invenciones de hombres, sino por estar los esposos católicos injertados, en virtud del sacramento, en el matrimonio místico de Cristo Esposo y de la Iglesia Esposa, convirtiéndose en sus respectivas imágenes vivientes ante la sociedad humana.
         Teniendo en cuenta esta introducción previa, pasemos entonces a la propuesta de la Meditación 9 llamada: “Los discípulos de Jesús”.
Lo primero que se nos propone es “Meditar en la llamada inicial”: el momento en que decidimos unirnos en matrimonio para siempre. El deseo de contraer matrimonio sacramental no surge de nuestro propio yo: es un llamado de Dios para que nos santifiquemos por el amor esponsal, haciéndonos partícipes del amor esponsal de Cristo Esposo por la Iglesia Esposa. Esta invitación a ser santos por medio del sacramento del matrimonio, a la que respondimos el día en que dijimos “sí” ante el altar, fue hecha de una vez y para siempre, hasta que la muerte nos separe, pero al mismo tiempo, es una invitación que debe ser renovada cada día, todo el día, todos los días, en el trato cotidiano con nuestro cónyuge. No debemos desanimarnos si, en este camino emprendido, y a causa de nuestra humana debilidad, no hemos sabido responder a la santidad cotidiana y a la santidad primigenia, la del día del sí en el altar, y la razón es que Aquel que nos ha llamado a ser santos como lo es Él, es fiel: “El que os llama es fiel” (1 Tes 5, 24). Si no hemos sabido responder, no debemos perder las esperanzas y responder, junto con Pedro, que dice así al Señor luego de su triple negación: “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn 21, 27). Las caídas en el camino a la santidad, son las caídas experimentadas por Jesús, por nosotros, en el Camino del Calvario, así que es en virtud de esta caída y este levantarse de Jesús, es que, en ese levantarse, nos levantamos con Jesús y continuamos con la cruz a cuestas.
         Las condiciones del discípulo para seguir a Jesús:
Pobreza: es la pobreza de la cruz, porque es allí en donde Jesús no tiene “dónde reclinar la cabeza” (cfr. Mt 8, 20), es allí en donde Jesús no tiene nada material, y lo material que tiene, es prestado por el Padre para llegar al Reino: la corona de espinas, los clavos, el madero. El lienzo, dice la Tradición que era el velo que cubría la cabeza de la Madre de Dios. El matrimonio cristiano debe vivir en esta pobreza, la pobreza de la cruz, atesorando sólo única y exclusivamente “tesoros en el cielo” (cfr. Mt 6, 20), es decir, obras de caridad y misericordia, según las posibilidades del matrimonio, sin olvidar que el primer prójimo que debe ser objeto de la caridad y el amor cristiano, es el cónyuge.
Humildad: se basa esta virtud en las virtudes del Sagrado Corazón de Jesús, pedida, una, explícitamente, la de la humildad, por Nuestro Señor: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). La mansedumbre debe ser la característica del corazón del cristiano, que así se configura, por la gracia, al Sagrado Corazón de Jesús. No hay situaciones intermedias: o se tiene el corazón manso y humilde del Salvador, o se tiene el corazón rabioso y soberbio del Ángel caído. El primer prójimo que se tiene que dar cuenta que mi corazón es una copia viviente del Corazón de Jesús, es mi cónyuge. Con un corazón así, de parte de los dos cónyuges, no hay discusiones ni enojos, y mucho menos, rencores y odios.
Vigilancia: se basa en la parábola del siervo atento (cfr. Mt 24, 45-51) que espera, con la túnica ceñida y con la vela encendida, el regreso de su señor. Es el cónyuge que, en estado de gracia, con la luz de la fe, obra la misericordia para con todos, empezando con su propio cónyuge, porque espera en su Señor, Jesucristo, que habrá de venir a buscarlo, inesperadamente, el día de su muerte. Está atento, despierto, con una fe activa y operante, obrando el amor y la misericordia con todo prójimo, especialmente con su cónyuge, para recibir la recompensa de su Señor cuando regrese, la vida eterna. El siervo malo y perezoso, que se embriaga y se pone a golpear y maltratar a los demás, es el que no tiene fe ni ama a su Señor, recibiendo de éste el castigo merecido, el ser echado fuera, en la oscuridad, donde hay “llanto y rechinar de dientes” (cfr. Lc 13, 28).
Servir: se basa en el ejemplo de Jesús: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28). Se necesita el olvido de sí mismo, para estar atentos a las necesidades de los demás, en primer lugar el cónyuge. El servicio se extiende hasta la humillación de sí mismo, tal como se humilló Jesús lavando los pies de sus discípulos –una tarea propia de esclavos- o en la cruz –muriendo como un malhechor-.
Los cónyuges deben amarse con amor esponsal y también con amor de amistad, porque Jesús nos amó con amor esponsal en la Encarnación –el Verbo de Dios se desposó con la Humanidad al asumir hipostáticamente la naturaleza humana en el seno de María Virgen- y con amor de amistad: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15). Basados en y siendo partícipes de esta amistad con Jesucristo, el Amigo Fiel, que nunca falla, los esposos deben brindarse mutuamente ese mismo amor, que es el Amor de Cristo Esposo por su Esposa, la Iglesia.
Sólo de esa manera, el matrimonio sacramental católico reflejará, ante la sociedad de los hombres, el amor esponsal entre Cristo Esposo y Iglesia Esposa.






[1] Cfr. Carpeta de Jornadas de Metodología, Secretariado Nacional del M.C.C., Editorial Claretiana, Buenos Aires 1997, 67-69.
[2] http://encuentra.com/matrimonio/6_que_caracteristicas_esenciales_tiene_el_matrimonio15611/

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