2559 “La
oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes
convenientes” (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide
orthodoxa 3, 24]). Orar es “elevar el alma a Dios”; también “la
petición a Dios de bienes convenientes”. Si elevamos el alma, es porque estamos
abajo y Dios está arriba. Pero, ¿dónde está nuestro Dios? Dios Uno y Trino está
en el cielo; Dios Hijo encarnado, en la cruz y en la Eucaristía. Orar es
entonces elevar el alma, ya sea a Dios Trino –la Trinidad- o a Dios
crucificado, Jesucristo. Y esto, para “pedir bienes convenientes”. ¿De qué
bienes se trata? Ante todo, se trata de bienes espirituales, como la conversión
del alma –propia o de los seres queridos, la gracia de la contrición del
corazón, la gracia de cumplir la Voluntad de Dios, la gracia de obrar el bien,
que es lo que constituyen los tesoros en el cielo-; se pueden pedir bienes materiales,
pero en tanto y en cuanto no nos alejen de nuestro bien esencial, la vida
eterna en el Reino de los cielos.
“¿Desde
dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra
propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 1) de un corazón
humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18,
9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no
sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una
disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el
hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermo 56, 6, 9)”. Si oramos
con orgullo, somos como el fariseo del templo, que se consideraba santo y mejor
que los demás. Para orar, debemos meditar acerca del publicano que, desde el
fondo del templo, no se atreve a levantar la mirada a Dios, reconociéndose no
como el mejor, sino como quien está cargado de pecados, y quien se arrepiente
en lo más profundo de su corazón, de haber pecado, porque con el pecado se
ofende la majestad divina y el Hijo de Dios es condenado a muerte y
crucificado. Para poder orar, es indispensable la humildad, porque es la virtud
del Hombre-Dios, que se humilla a sí mismo en la Encarnación, en toda su vida y
en la Pasión; Dios escucha la oración del humilde, de aquel que se sabe “nada
más pecado” y que desea expiar esos pecados. La oración del orgulloso no es
escuchada, porque el orgulloso se pone en lugar de Dios, no le deja lugar a
Dios y no lo escucha, por lo que Dios tampoco lo escucha al orgulloso. Quien no
se humilla ante el Hombre-Dios crucificado, no puede elevar su oración ante el
trono de la majestad de Dios en los cielos. Es por eso que el Catecismo dice: “La
humildad es la base de la oración”. El orgullo endurece al corazón del hombre y
lo hace impermeable a toda gracia, y de ahí la necesidad de la humildad, de
reconocerse “nada más pecado”.
2560 “Si
conocieras el don de Dios” (Jn 4, 10). La maravilla de la oración
se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua:
allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el
que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las
profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el
encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el
hombre tenga sed de Él (San Agustín, De diversis quaestionibus
octoginta tribus 64, 4). En el episodio de la samaritana, Jesús ya
está en el pozo, y si bien ella va a buscar el agua, es Jesús quien le pide de
beber: el pozo de agua cristalina es símbolo del Corazón de Jesús, del que
brota Sangre y Agua al ser traspasado, y con el cual se sacia la sed que de
Dios tiene toda alma humana, así la samaritana representa al alma humana que
sacia su sed con la gracia y el Amor de Dios. Pero Jesús también tiene sed, y
dice San Agustín que esta sed es sed de nuestro amor: Jesús quiere que lo
amemos, y eso es lo que representa su pedido. En la oración, además de la humildad,
debe estar el deseo de amar a Dios; es decir, la oración debe ser hecha con
amor, además de con humildad.
2561 “Tú
le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10).
Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la
queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la
promesa gratuita de salvación (cf Jn 7, 37-39; Is 12,
3; 51, 1), respuesta de amor a la sed del Hijo único (cf Jn 19,
28; Za 12, 10; 13, 1). Cuando oramos –con estos dos
requisitos, humildad y amor-, estamos dando de beber a Jesús, que nos pide
nuestro amor a través de la samaritana, y también a través de la cruz, cuando
dice: “Tengo sed”. Esta sed de la cruz no es sed de agua, sino sed de nuestro
amor. Jesús quiere que nos humillemos ante su cruz y que, con el corazón
contrito y humillado, le demos nuestro amor, poco o mucho, pero que le demos
nuestro amor.
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