Al crear al hombre,
Dios no se contentó con darle los dones propios de su naturaleza –cuerpo perfecto
y alma dotada de inteligencia y voluntad[1]-. Puesto
que amaba tanto al hombre, Dios le dio además los llamados “dones
preternaturales”, dones que no le correspondían por naturaleza y por los cuales
el hombre no sufría ni moría, y además le concedió el don sobrenatural de la
gracia santificante, por el cual el hombre vivía con la vida misma de Dios. Estos
dones debían pasar, según el plan original de Dios, de Adán y Eva a todos los
hombres, es decir, nosotros deberíamos haber nacido con esos dones. Ahora bien,
ya que había creado al hombre a su imagen y semejanza, es decir, libre, y
además lo había creado solo por amor –Dios no tenía necesidad del hombre- Dios
necesitaba que el hombre, por un acto de libre elección, diera una muestra de
su amor a Dios, porque Dios creó al hombre para este fin, para que le diera
gloria, para que lo glorificara, pero esto el hombre debía hacerlo libremente. Con
un acto libre de amor a Dios, el hombre, correspondiendo al acto libre de amor
de Dios hacia Él al haberlo creado, habría de sellar su destino sobrenatural de
unión con Dios en el cielo[2].
El amor auténtico consiste en la entrega total, sin
reservas, de uno mismo al ser al que se ama. En esta vida, solo hay una forma
de probar el amor a Dios y es hacer su voluntad, expresada en sus Mandamientos
y en la Ley de la caridad de Jesucristo. Por eso Jesús dice: “Si me amáis,
cumpliréis mis Mandamientos” (Jn 14,
15). El que ama a Dios cumple sus Mandamientos por amor a Él, no por temor a
ser castigado –aunque Dios sí puede castigar-. Para que el hombre pudiera
probar su amor hacia Él, es que Dios le dio un mandato, uno solo: que no
comiera del fruto de cierto árbol. Este acto de obediencia, por parte del
hombre, era la prueba de amor que Dios necesitaba del hombre: al obedecerlo, el
hombre manifestaría que prefería a Dios y su mandato, antes que su propia
voluntad.
Ahora bien, Adán y Eva fallaron en la prueba porque
cometieron el primer pecado, que por ser el primero se llama “original”. No fue
solo desobediencia, sino ante todo soberbia, porque en vez de oír a su Creador,
abrieron sus oídos a las palabras del Tentador, quien les dijo que si
desobedecían a Dios, iban a ser como Él, es decir, iban a ser “como dioses”
(cfr. Gn 3, 5).
El
pecado de Adán y Eva no tiene atenuantes ni excusas, porque ellos no eran
ignorantes ni débiles, como nosotros; pecaron con total claridad de mente y dominio
de las pasiones por la razón. Al igual que hizo el Diablo en el cielo, que se
eligió a sí mismo en vez de a Dios, así hicieron Adán y Eva: se eligieron a sí
mismos, antes que a Dios[3]. Y
lo mismo sucede, en cierto sentido, con todo pecado: en la elección de uno
mismo, antes que los Mandamientos de Dios.
El pecado consiste precisamente en esto: en la elección de
uno mismo, de nuestra propia voluntad, antes que la voluntad de Dios. Por eso,
ante la tentación –la tentación en sí misma no es pecado; se convierte en
pecado cuando se consiente la tentación-, un buen recurso es pedirle a la
Virgen que nos haga recordar las palabras de Jesús en el Huerto de Getsemaní: “Que
no se haga mi voluntad, oh Dios, sino la tuya” (cfr. Lc 22, 42). Si bien Jesús en el Huerto no eligió entre el pecado o
la gracia, puesto que no podía pecar al ser Dios, sino que eligió la voluntad
de Dios que era que Él muriera en la Cruz para salvarnos, su ejemplo y la
participación en su vida por la gracia, sí nos pueden ayudar para que, puestos
en la disyuntiva entre elegir la voluntad de Dios, manifestada en los
Mandamientos, y nuestra propia voluntad, elijamos la voluntad de Dios –que siempre
es santa y por lo tanto consiste en el cumplimiento de sus Mandamientos- y no
la nuestra –que, debilitada por la mancha del pecado original, se siente
atraída por la concupiscencia-.
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