En nuestros días, se trata de imponer, con fuerza cada vez
mayor, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte”, esto es, una
mentalidad y un obrar del hombre dirigido a suprimir la vida humana, desde su
concepción, hasta su vejez, pasando por cualquier etapa intermedia.
Tanto es así, que hoy abundan las clínicas abortivas, los
centros de eutanasia, en donde se aplica la eutanasia solo por el hecho de que
una persona esté deprimida, los centros de Fecundación in Vitro –por cada
embrión vivo, se sacrifican, desechan o congelan unos treinta embriones
promedio-, el alquiler de vientres –una aberración contra la maternidad y una
esclavitud para la mujer-, y muchas otras iniciativas más, destinadas todas a
destruir a la vida humana.
El católico que se desempeña en el ámbito de la salud, no
puede ser indiferente a esta oleada de muerte, que avasalla con el hombre,
desde que nace, hasta que muere. El católico que se desempeña en el ámbito de
la salud, debe oponerse con los medios legales a su alcance, entre ellos, la
objeción de conciencia. Es decir, aun si, hipotéticamente, un centro de salud
obligara, por ejemplo, a practicar un aborto, el católico tiene el deber de no
obedecer a esa orden –nadie está obligado a obedecer lo que es pecado- y tiene
el deber de hacer una objeción de conciencia y reclamar que se respete su
conciencia, que es lo más sagrado que tiene el hombre. Entonces, el católico no
puede ampararse y decir: “No me quedaba otra opción que obedecer y practicar el
aborto”, porque es como decir: “No me quedaba otra opción que asesinar a sangre
fría”.
Como profesionales de la salud, los católicos deben oponerse
firmemente a la “cultura de la muerte”, y si esta avanza, es por el silencio de
los católicos. Es por eso que es necesario tener siempre presentes las palabras
de Jesús: “Al que me niegue delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi
Padre” (Mt 10, 33).
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