La fe es “creer en lo que no se ve” (cfr. Heb 11, 1), pero
no es un creer ciego, en cosas que no existen o que no son de Dios: la
verdadera fe, la fe cristiana, es creer en Jesús como Señor (1 Cor 12, 3), es decir, como Dios. Esto
implica el abandonar los ídolos –mundo, dinero, fama, poder, etc.- y confesar
que Dios es Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que el Hijo es quien se
ha encarnado, ha muerto en cruz, ha resucitado y, si bien ha subido a los
cielos, está sin embargo, con su Cuerpo glorioso y resucitado, en la
Eucaristía, y vivir según el bautismo y los mandatos de Jesucristo, pero no de
cualquier Jesucristo, sino el de la Iglesia Católica.
Para esta fe, se necesita la luz de la gracia, porque solo
con la luz de la gracia el alma se hace partícipe de la naturaleza divina, lo
cual significa que, solo por la gracia, el alma puede conocer y amar como Dios
se conoce y se ama a sí mismo y solo con la luz de la gracia podemos conocer los misterios de Jesucristo.
Para darnos una idea de lo que decimos, imaginemos lo
siguiente: supongamos que queremos investigar cómo es el sol, y para ello,
contamos con una lupa, o mejor, con un telescopio, es decir, con una lente de aumento que lo que hace es
aumentar algo el tamaño de los objetos lejanos para para poder apreciarlos un poco mejor. Si enfocamos el sol con este telescopio, veremos el sol un
poco más grande, y tal vez descubriremos cosas que a simple vista no las vemos.
Pero, de todos modos, seguiríamos viviendo en la tierra, y nuestro conocimiento
del sol sería muy limitado, porque sólo lo veríamos un poco aumentado y nada
más. Supongamos que, por algo desconocido, nos hiciéramos parte del sol, sin dejar
de ser lo que somos, y fuéramos elevados hasta el interior mismo del sol; puesto
que somos parte del sol, no nos quemamos, y como también somos parte del sol,
podemos saber cómo es el sol en su interior. El conocimiento que tendríamos del
sol, en este segundo caso, sería mucho mayor y mejor que el conocerlo con una
lente aumentada desde la tierra.
Pues bien, algo similar sucede con nuestra mente y Dios, en la
fe: con la sola razón, conocemos a Dios como Uno, y es como conocer el sol con
la lente aumentada; con la gracia, conocemos a Dios como Dios se conoce a sí
mismo y lo amamos como se ama a sí mismo y esto es como conocer al sol siendo
parte del sol y esto es así porque por la gracia, Dios nos adopta como hijos y nos da su propia naturaleza.
De igual manera, solo con la luz de la gracia, podemos conocer los misterios
absolutos de Jesucristo: que es la Segunda Persona de la Trinidad y no un
hombre más; que se encarnó en el seno de María Virgen; que padeció y murió en
la cruz; que resucitó, ascendió al cielo y está sentado a la derecha del Padre
y, por último, que está en la Eucaristía, con su Cuerpo vivo y glorioso,
resucitado, para acompañarnos todos los días, hasta el fin del mundo, para
aliviar nuestras penas y dolores y para darnos de su paz y alegría: “Venid a Mí
todos los que estáis afligidos y agobiados, y Yo os aliviaré”; “Os doy mi paz,
no como la da el mundo”.
Esta virtud de la Fe, con la cual podemos conocer y amar a Dios como Él se conoce y ama, y con la cual podemos conocer los misterios de Jesucristo, el Hombre-Dios, la hemos recibido en el
Bautismo, pero es necesario acrecentarla con la oración y con la misericordia, además de pedir siempre, en la oración, la gracia de perseverar, hasta el fin, en la fe y en las buenas obras.
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