La sociedad materialista y secularista de hoy ha relegado a
la Semana Santa a un “puente” de vacaciones entre días laborables, para
descansar del agotador trabajo diario. Esto constituye un grave error, aunque tampoco
podemos decir, como muchos piensan de buena fe, que se trata de un mero recuerdo
de lo que sucedió hace veinte siglos en Palestina. ¿De qué se trata? Se trata,
para la Iglesia, de participar, como Esposa de Cristo, de la Pasión de su
Señor. Es decir, no se trata de un mero recuerdo de la memoria; no es un simple
acto psicológico de evocar el recuerdo, en este caso solemne, de la muerte en
Cruz del Fundador de la Iglesia, Cristo Jesús; no se trata de un ejercicio
piadoso de la memoria, que busca con el recuerdo honrar a Jesús. Se trata de
algo mucho más profundo, que supera nuestra capacidad de comprensión, lo cual
no quiere decir “irracional”, sino “supra-racional”, por lo que, para poder
vislumbrarlo en su plenitud, es necesario pedir la iluminación del Espíritu
Santo.
Para poder comprender en un sentido verdaderamente cristiano
católico el sentido de la Semana Santa –y de la Cuaresma y la Pascua-, debemos
recordar lo que sucedió con los Primeros Padres de la humanidad, Adán y Eva:
cómo ellos, desoyendo la voz de Dios, prestaron oídos a la voz de la Serpiente
Antigua, el Demonio y, cometiendo el pecado original –de soberbia-, perdieron
el estado de gracia en el que habían sido creados, perdiéndolo tanto para
ellos, como para nosotros. A causa de la pérdida de la gracia original y del
pecado original, la humanidad quedó esclava de tres grandes enemigos: el
Demonio, la Muerte y el Pecado.
Sin embargo, desde el instante mismo de la caída, Dios
promete un Salvador, Cristo Jesús, que se encarna en María por obra del
Espíritu Santo y que luego ofrece su Cuerpo como Víctima inmolada en la cruz,
para nuestra salvación. Sin el sacrificio de Cristo, hubiéramos quedado
prisioneros, para siempre, de estos tres enemigos, y no solo en esta vida, sino
sobre todo en la otra, siendo nuestro destino más probable, la eterna condenación
en la compañía de los ángeles caídos.
Por el misterio de la
liturgia, la Iglesia se une, de un modo místico, espiritual, sobrenatural y
misterioso –no solo no quiere decir esto que sea “irreal”, sino, por el
contrario, de la manera más real posible-, al misterio pascual de Muerte y
Resurrección de Cristo. Esto quiere decir que los bautizados, que somos
miembros de la Iglesia, el Cuerpo Místico de Jesús, al participar de las
ceremonias litúrgicas de la Semana Santa, no hacemos turismo religioso, ni
recuerdo piadoso, ni ejercicio devoto de la memoria: nos unimos, como Cuerpo
Místico del Salvador, a nuestra Cabeza, que es Cristo, para participar, por
obra del Espíritu Santo, de su misma Semana Santa, de su Pasión, Muerte y
Resurrección. Cada bautizado, en particular, y toda la Iglesia, en conjunto,
como Cuerpo Místico de Jesucristo, se unen a Jesucristo, con sus vidas
particulares –con sus historias particulares, con sus experiencias vitales, con
sus tribulaciones, con sus gozos y alegrías, con sus penas y tristezas-,
participan, de un modo especial, de la Pasión del Señor. Lejos entonces de ser
un “puente” de “días libres” para “vacacionar”, como lo sostiene la mentalidad
laicista, secularista y materialista de nuestros días, la Semana Santa es un
período de gracia especialísimo que nos brinda Dios para que no solo meditemos
en la Pasión del Señor, sino para que nos unamos y participemos, por el
misterio de la liturgia, de esa Pasión, que nos liberó de nuestros tres grandes enemigos, nos abrió las puertas del cielo y nos concedió la filiación divina.
Es por esto que afirmamos que La Semana Santa no es un
puente de mini-vacaciones, sino un tiempo de gracia para participar y unirnos,
con cuerpo y alma, a la Pasión del Señor, redentora y salvífica.
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