lunes, 13 de octubre de 2014

Los Diez Mandamientos para Jóvenes: Séptimo Mandamiento y Décimo Mandamiento: “No robarás” y “No codiciarás los bienes ajenos”


         El Séptimo Mandamiento de la Ley de Dios dice: “No hurtarás”, y está íntimamente unido al Décimo, que dice: “No codiciarás los bienes ajenos”, así como el Sexto está unido al Noveno. En los dos casos, se nos prohíbe hacer de pensamiento lo que se nos prohíbe en la acción[1]. Esto quiere decir que no sólo es pecado robar, sino también querer robar, desear, tomar o conservar lo que es del prójimo, y esto hay que tenerlo en cuenta para todos los mandamientos: el pecado se comete en el momento en el que deliberadamente se desea o se decide cometerlo; si llevo a cabo la acción, eso agrava la culpa, pero el pecado ya está cometido igualmente. Por ejemplo, si decido robar algo cuando se me presente la ocasión, pero esa ocasión nunca se presenta, aunque no robe lo que tenía planeado, el pecado ya está cometido igualmente[2].
         El Séptimo Mandamiento –y en forma conexa, el Décimo-, prohíben el acto exterior de apropiarse alguien de la propiedad ajena; al mismo tiempo, este mandamiento nos hace considerar y respetar lo que se llama “el principio de la propiedad privada”. Además, prescribe el respeto y la promoción de la dignidad de la persona humana en materia de bienes materiales y económicos y exige ciertas virtudes: la justicia, la caridad, la templanza.
El Séptimo Mandamiento exige, en su parte positiva, que practiquemos la virtud de la justicia, que consiste en “dar a cada uno lo que le es debido”. Este mandamiento se quebranta por el pecado de robo, que consiste en tomar los bienes ajenos sin violencia –hurto- o con violencia –rapiña-. Hay casos en los que tomar bienes ajenos parece un robo, pero no lo es, y para eso tenemos que tener bien en claro qué es robar: robar es “tomar o retener voluntariamente contra el derecho y la razonable voluntad del prójimo lo que le pertenece”. Pero si alguien toma un bien sin quebrantar el derecho ni la razonable voluntad del prójimo, entonces no es robo, aunque lo parezca. Por ejemplo, cuando alguien toma un bien para salvar su vida: el hambriento que toma un pan, no roba; el perseguido que toma un coche o un bote para salvar su vida de sus perseguidores, no roba, y esto porque el bien de la vida es superior al bien de la propiedad.
         Con respecto a “tomar prestado”, en algunos casos, comete pecado de robo quien toma un bien “prestado”, aunque piense devolverlo algún día, como por ejemplo, puede suceder con un empleado que “toma prestado” de la caja. No robo si, por ejemplo, “tomo prestado” unas herramientas del vecino, aprovechando su ausencia, porque sé que me las prestaría; sin embargo, sí es inmoral “tomar prestado” un bien al cual mi prójimo no me lo prestaría.
         Otras maneras de quebrantar este mandamiento de “No robar”, es, por ejemplo, el no cumplir con la parte pactada de un negocio, de modo voluntario, y que esto cause un daño o perjuicio al prójimo. También es robar el incurrir en deudas que se sabe que no se podrán pagar, y también lo es el destruir deliberadamente la propiedad ajena.
         Engañar y privar a otro de sus bienes por este medio, también es una forma de robar, y se conoce como “defraudación”. Entra en este tipo de delito los que alteran las balanzas, o los sistemas que miden el peso, la medida o los cambios, todo lo cual se hace con la clara intención de estafar al cliente. Por ejemplo, un verdulero que altere a su favor la balanza con la cual pesa su mercancía; un taxista que modifique el cronómetro para que cobre más de lo que se debe, etc. También es defraudación –y por lo tanto, robo-, vender productos de menor calidad, sin alertar a quien los está comprando que son de menor calidad que lo que se ofrecía; defrauda y roba quien vende productos adulterados, o con márgenes exorbitantes de ganancias. Otra forma de fraude es también no pagar el salario justo, y esto es por parte del patrón; por parte del obrero, comete fraude si hacen pereza el día de trabajo, sin rendir lo que deberían, o si dañan intencionalmente la maquinaria o los bienes del patrón o de la empresa en la que trabajan[3].
         También los empleados públicos cometen fraude cuando, a cambio de favores políticos, aceptan sobornos, traicionando así la confianza de quienes lo eligieron o designaron. Por ejemplo, un inspector de tránsito que, por causa del soborno recibido, deje pasar vehículos que no pueden circular, debido a su mal estado; en este caso, se hace culpable también de los accidentes que puedan ocasionarse debido a su corrupción.
         Otra forma de robar es comerciar bienes cuya procedencia es a su vez el robo: a los ojos de Dios, quien recibe bienes robados, es tan culpable como quien cometió el robo, es decir, es tan culpable como el mismo ladrón. También roba quien se apodera de “objetos hallados”, sin preocuparse por averiguar acerca de su dueño y a su vez, el dueño, si no recompensa el gasto ocasionado por la devolución del bien perdido, a aquel que hizo el trabajo de buscarlo, también comete fraude o robo.
         Con respecto a si lo robado es causa de pecado mortal o venial, no se puede establecer una regla fija; sólo se puede hablar de modo general y decir que el robo de poco valor es pecado venial, mientras que el robo de un bien de mucho valor, será pecado mortal. La gravedad del pecado –mortal o venial- depende sobre todo del valor real del objeto implicado: por ejemplo, si alguien roba un peso, es un pecado venial; pero si alguien roba una Hostia consagrada, es un pecado mortal, agravado por el sacrilegio.
         Sea como sea, quien comete el pecado de robo, no sólo debe arrepentirse de haber robado, sino que debe confesarlo, reparar la injusticia y no volver a cometerlo.
         Para que exista un verdadero dolor de los pecados, el que se confiesa debe incluir la intención de reparar tan pronto sea posible (aquí y ahora, si se puede) todas las consecuencias provocadas por la injusticia del robo. Si no existe esta disposición, el Sacramento de la Penitencia no es eficaz para quien se confiesa, y si el ladrón muere habiendo cometido con el robo un pecado mortal, y no tenía intención de reparar el daño, muere en estado de pecado mortal.
         Incluso los pecados veniales de injusticia no pueden perdonarse si no se restituye o no se hace el propósito sincero de restituir. Quien muere con pequeños hurtos o fraudes sin reparar, comprobará en la dureza de las penas del Purgatorio, lo caro que costaban esas “avivadas”. Los pequeños hurtos, si se dan en una serie continuada de ellos en un corto periodo de tiempo, constituyen pecado mortal cuando el monto total alcance a ser materia grave pecaminosa.
         Con respecto a la restitución, si no se puede restituir al dueño, porque ya murió o no se lo encuentra, se debe restituir a sus herederos; si tampoco es posible, se deben entregar todos los beneficios de la restitución a instituciones de caridad, de beneficencia, etc., porque nadie puede beneficiarse de una injusticia[4]. No se exige que el restituyente exponga su injusticia y arruine con ello su reputación: puede restituir anónimamente, por correo, por medio de un tercero o por cualquier otro sistema que proteja su buen nombre. Tampoco se exige que una persona se prive a sí misma o a su familia de los medios para atender las necesidades ordinarias de la vida para efectuar esa restitución. Además, debe devolverse al propietario el mismo objeto que se robó, junto con las ganancias naturales que hubiera obtenido con éste: por ejemplo, las terneras, si lo que robó fue una vaca.
         Para los que están “tentados” por el robo, o para los que envidian los bienes ajenos, es conveniente que mediten lo que decía San Basilio (329-379) en el siglo IV: “Es del hambriento el pan que tú retienes; es del desnudo el vestido que guardas escondido; es del que está descalzo el calzado que se enmohece retenido por ti; es del necesitado el dinero que tienes amontonado. Por eso, tú te haces responsable del mal que le viene al necesitado a quien puedes ayudar”.
         Y no solo se hace responsable de ese mal que le sobreviene al prójimo sino que, lo peor de todo, arriesga la salvación eterna de su alma por un bien que hoy brilla como el oro y mañana se enmohece y se arruina para siempre, y que no puede dar ninguna satisfacción, porque si es obtenido ilícitamente, el placer de tener lo robado se atenúa o neutraliza por la voz de la conciencia que le dice al ladrón: “Eso no es tuyo, ¡devuélvelo!”.
         Por último, para saber cómo cumplir positivamente estos dos Mandamientos de la Ley de Dios, no podemos dejar de hacernos la siguiente pregunta: ¿cómo se comportaba Jesús ante las riquezas? Porque Jesús es nuestro modelo y nuestro ideal para cumplir todos y cada uno de los Mandamientos de Dios. Para poder responder a esta pregunta, es necesario entonces contemplarlo a Jesús en la pobreza de la Cruz, porque allí nos dará la medida exacta del valor de las cosas materiales, de manera tal de no apegar el corazón a estas cosas, ni tener envidia por los bienes de los demás.
         En la Cruz, Jesús es sumamente pobre; lo fue toda su vida, porque aun siendo Él el Creador del universo, eligió nacer en el seno de una familia pobre y crecer en un pueblo pobre, para morir más pobremente todavía. Con su pobreza, desde su Nacimiento en una cueva para animales, hasta su Muerte en la Cruz, Jesús ya nos está diciendo algo con respecto a los bienes materiales: no apegues tu corazón a ellos, ni los desees. Pero es en la Pobreza de la Cruz en donde la pobreza de Cristo se hace máxima: en la Cruz, Jesús no posee nada material que le pertenezca y todo lo que tiene, lo tiene porque se lo ha prestado Dios Padre, o su Madre, la Virgen, y se lo han prestado, en tanto y en cuanto sirven para salvar a las almas y conducirlas al Reino de Dios. En efecto, es así: de todo lo que es material en la Cruz, no le pertenece nada, porque se los ha prestado Dios Padre: el mismo leño de la Cruz; los clavos de hierro que perforan sus manos y sus pies; el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”; la corona de espinas que atenaza y desgarra su cuero cabelludo, haciéndole brotar abundante Sangre, con la cual salvará a las almas; nada le pertenece, porque todo es de Dios Padre, incluida la lanza con la cual el soldado Longinos le atravesó el Costado, una vez que Jesús ya estaba muerto. De la ropa que lleva puesta, es despojado de su túnica inconsútil, tejida por su Madre, la Virgen, antes de subir a la Cruz, y cuando está ya en la Cruz, solo posee una prenda de vestir, con la cual se cubre su humanidad, y según la Tradición, es el velo de su Santa Madre, que con el Corazón rasgado por el dolor, contempla a su Hijo agonizando en el Calvario. Entonces, nada material tiene Jesús en la Cruz, porque quiere enseñarnos que nada material habremos de llevarnos a la otra vida, y que los bienes materiales, si no sirven para ganar el cielo, no sirven para nada, solo para ser dejados al pie de la Cruz.
La contemplación de Cristo crucificado, nos hace apreciar los bienes materiales en su verdadera dimensión: sólo valen en cuanto sirven para alcanzar el cielo. Además, la Cruz nos enseña que si Jesús se hizo pobre de bienes materiales, fue para enriquecernos con la riqueza de los verdaderos bienes, los verdaderamente valiosos, los que realmente tienen valor a los ojos de Dios: su divinidad, su Amor y su Misericordia.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 287ss.
[2] Ibidem.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem.

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