jueves, 11 de marzo de 2010

Como Juan Santín, busquemos al Sagrado Corazón en la Eucaristía


Yendo por el camino de Santiago –desde la Edad Media, desde muchas partes de Europa se hacen peregrinaciones para venerar la tumba del Apóstol Santiago, en Compostela, Galicia-, antes de llegar a Compostela, se pasa por una pequeña aldea llamada Cebreiro. Esta aldea está ubicada en una colina, y por las mañanas, como amanece siempre cubierto de nubes, cuando se mira hacia abajo, pueden apenas divisarse las casas de otra aldea, llamada Baixamaior. ¿Qué tienen de particular estas dos aldeas, Cebreiro y Barxamaior? Se hicieron muy conocidas desde el medioevo, pero no tanto por la belleza natural del paisaje, ni por amanecer siempre cubierta de neblina, sino porque en las dos aldeas vivían dos protagonistas de un milagro eucarístico ocurrido en plena Edad Media. El milagro sucedió en Cebreiro, en una muy bonita iglesia, de estilo prerrománico, del siglo IX. La Iglesia fue construida por los monjes benedictinos en el año 836, y ellos la tuvieron en custodia hasta el año 1863. En ese año, debieron abandonar la iglesia porque el gobierno masónico de entonces se apropió de gran parte de los bienes de la iglesia católica y expulsó a muchas congregaciones religiosas. Entre otros visitantes ilustres, la iglesia de Cebreiro fue visitada por los Reyes Católicos, que son los que donaron el relicario para custodiar el milagro eucarístico.
¿Qué fue lo que sucedió? Según la tradición -corroborada por fuentes históricas y arqueológicas-, se produjo un milagro eucarístico sobre el altar de la capilla lateral de la iglesia. Allí estaba celebrando la eucaristía un sacerdote benedictino (la fecha exacta no se conoce, pero tal vez haya sido en el siglo XIV). Era un día muy frío de invierno, con mucha nieve y con un viento helado. El clima en sí ya es frío en Galicia, pero ese día, la nieve y el viento habían hecho bajar muy mucho la temperatura. El sacerdote pensaba que con tanto frío y viento, y con toda la nieve que se amontonaba, nadie vendría a la misa. Pero, para sorpresa suya, un campesino de Barxamaior, llamado Juan Santín, sube al Cebreiro para participar en la Santa Misa. El monje celebrante, de poca fe, menosprecia el sacrificio del campesino: seguramente habría pensado: “Con tanto frío, venir a perder el tiempo aquí, en la misa, se hubiera quedado rezando más calentito en su casa”. En realidad, era él quien tenía poca fe y también cierto menosprecio por la misa y por la Eucaristía. Pero en el momento de la Consagración el sacerdote ve cómo la Hostia se convierte en carne sensible a la vista, y el cáliz en sangre, que hierve y tiñe los corporales. Los corporales con la sangre quedaron en el cáliz y la Hostia en la patena. Jesús quiso no solo aumentar la fe de aquel monje descreído, sino también la nuestra, y además quiso recompensar la fe de Juan Santín, que sabía que en la Eucaristía estaba Jesús. La noticia del milagro se propagó por todas partes propiciando así una gran devoción a Cristo en la Eucaristía. A pesar del tiempo, guerras e incendios, milagro llega a nuestro siglo tan carente de fe, como signo poderoso de la verdad: Cristo está vivo, resucitado, Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.
También puede sucedernos como al sacerdote: creer que la misa es algo bueno, pero no tan importante, que no hay que exagerar. Y tal vez no sea la nieve la que nos impida llegarnos hasta la misa del domingo, pero sí el frío del alma y del mundo, que nos dicen al oído que es mucho mejor quedarse en casa. Cuando eso suceda, nos tenemos que acordar de Juan Santín, el campesino que subió a Cebreiro, con nieve y frío, para alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Jesús, y para recibir el calor de su Sagrado Corazón.

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