viernes, 13 de abril de 2018

Debemos luchar contra el pecado si queremos ser santos



         Todos los hombres nacemos con la mancha del pecado original, pero además, debemos enfrentarnos con otra clase de pecado: el que nosotros mismos cometemos[1]. Este pecado, que no es heredado de Adán, sino que es nuestro, se llama “actual” y, según el grado de malicia, puede ser mortal o venial.
         En la base del pecado está la ausencia de amor y la presencia de malicia, de parte de nosotros hacia Dios. Esto lo podemos ejemplificar en el grado de obediencia que se da entre un hijo y su progenitor[2]. Antes que nada, debemos decir que un verdadero hijo que ama verdaderamente a su padre/madre, obedecerá no con fastidio y enojo, sino con amor, porque en él el amor es verdadero y grande en relación a sus padres, por lo que obedecer no es una muestra de desagrado, sino una forma de demostrarles su amor por ellos. Si el hijo desobedece en asuntos de menor importancia, esto no significa que no los ame: es un amor imperfecto, pero existe. Sin embargo, si este mismo hijo desobedece a sus padres, de forma deliberada, en asuntos más graves, entonces hay que concluir que, o no los ama, o bien se ama a sí mismo mucho más que a sus padres, es decir, en él priva el egoísmo –amor desordenado a sí mismo- por encima del amor genuino a los progenitores. Y ese amor desordenado de sí es una versión falsificada de amor, porque en realidad es malicia. La desobediencia en temas graves demuestra no solo ausencia de amor, sino presencia de malicia.
         Lo mismo sucede en nuestras relaciones con Dios. Su amor por nosotros está “codificado” o más bien explicitado en los Diez Mandamientos –y en los Mandamientos de Jesús en el Evangelio, como perdonar siempre, cargar la cruz, que son especificaciones de los Diez Mandamientos-, puesto que todo lo que Dios manda hacer o no hacer, está motivado por su amor por nosotros y solo busca nuestro bien y nuestra felicidad. Si desobedecemos sus Mandamientos en cuestiones de menor importancia esto no implica que necesariamente neguemos a Dios nuestro amor, aunque sí demuestra que tenemos hacia Dios un amor imperfecto. Ese acto de desobediencia en el que la materia no es grave, es el pecado venial[3]. Por ejemplo, una mentira “pequeña” en la que no resulta el daño ni perjuicio de nadie: “¿Dónde estuviste anoche?”, “En el cine”, cuando en realidad nos quedamos toda la noche viendo televisión, sería un pecado venial.
         Pero incluso en materia grave puede ser venial por ignorancia o falta de consentimiento pleno. Por ejemplo, es pecado mortal mentir bajo juramento. Pero si al momento de mentir yo pienso que el perjurio es venial y lo cometo, Dios me lo imputa como pecado venial. O si juro falsamente porque quien me preguntó no me dio tiempo a reflexionar (falta de reflexión suficiente) o porque el miedo a las consecuencias disminuyó mi libertad de elección (falta de consentimiento pleno), también sería pecado venial. En estos casos podemos ver que falta la malicia de un rechazo de Dios consciente y deliberado; en ninguno resulta evidente la ausencia de amor a Dios.
         Estos pecados se llaman “veniales” (del latín “venia”, que significa “perdón”) porque Dios perdona prontamente los pecados veniales sin el sacramento de la confesión; un sincero acto de contrición y propósito de enmienda bastan para su perdón. Pero esto no quita importancia, porque todo pecado, incluso el venial, implica falta de amor a Dios[4]. El pecado venial trae un castigo, aquí o en el Purgatorio; cada pecado venial disminuye un poco el amor  a Dios en nuestro corazón y debilita nuestra resistencia a las tentaciones. Un ejemplo de los santos como Santa Teresa de Ávila nos puede ayudar: ella compara al Amor de Dios como un gran brasero con brasas incandescentes; cuando cometemos un pecado venial, es como si arrojáramos agua, en escasa cantidad, sobre el brasero. No se apagarán las brasas, pero alguna que otra quedará más apagada. El pecado mortal equivale a arrojar todo un balde de agua sobre el brasero: ahí sí las brasas se apagan y en vez del fuego y el calor que había antes, ahora se levanta una espesa humareda de humo negro.
         La multiplicación de los pecados veniales no forma un pecado mortal, porque el número no cambia la especie del pecado, aunque por acumulación de materia de muchos pecados veniales sí podría llegar a ser mortal; su descuido abre las puertas al mortal[5]. Si alguien ama a Dios sinceramente, hará el propósito de evitar todo pecado deliberado, sea éste venial o mortal.
         Un pecado objetivamente mortal puede ser venial subjetivamente, debido a especiales condiciones de ignorancia o falta de plena advertencia, o un pecado venial puede hacerse mortal bajo circunstancias especiales.
         Por ejemplo, si creo que es pecado mortal robar un poco de dinero y a pesar de ello lo hago, para mí será un pecado mortal. O si continúo robando pocas cantidades hasta hacerse una suma considerable, para mí sería un pecado mortal. Pero si nuestro deseo y nuestra intención es amar y obedecer en todo a Dios, no tenemos por qué preocuparnos de estas cosas[6].
        



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 73.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, 74.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

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