jueves, 5 de abril de 2018

Una vez caídos en el pecado original, solo Dios podía rescatarnos



         Una imagen puede darnos una idea de lo que significa para nosotros, los seres humanos, el pecado original. Imaginemos un hombre que, distraídamente, camina por el borde una piscina muy profunda, pero que tiene agua solo hasta la mitad, de manera que si alguien cae en ella, no puede salir por sus propios medios[1]. Pues bien, a nuestro hombre de la historia, es lo que le pasó: por caminar distraído, se cayó en la pileta. No se ahogó, porque sabía nadar, pero como las paredes eran muy altas, por más esfuerzos que hiciera, no podía salir de ninguna manera. Si un buen samaritano no hubiera pasado por ahí y le hubiera tendido una cuerda permitiéndole salir, con toda seguridad se hubiera terminado ahogando. Una vez fuera de la pileta, el hombre pensaba así: “Es sorprendente lo imposible que me era salir de allí y lo poco que me costó salir”. Esta simple historia refleja bastante bien la condición de la humanidad después del pecado de Adán y Eva: fue muy fácil caer, pero imposible salir y nunca hubierámos salido del pecado, si Jesucristo no hubiera acudido en nuestra ayuda. El pecado de Adán dejó a toda la humanidad en la situación del hombre del pozo, porque era imposible saldar la deuda del pecado, al haber sido cometido contra Dios que, como es infinito, el pecado se volvió infinito, al ofender a su infinita majestad. Es algo similar a lo que sucede entre los seres humanos: no es lo mismo arrojar un tomate a un hombre cualquiera, que al presidente de la Nación: al que hace esto, le corresponde una pena y un castigo mucho mayor que al primero. Lo mismo pasaba con nosotros después del pecado de Adán: puesto que la ofensa era infinita, al ser la majestad de Dios infinita, era imposible para nosotros, los seres humanos, reparar esa ofensa, porque nosotros no somos infinitos, sino finitos y limitados. Nunca nada que hagamos, aun cuando se tratara del hombre más santo entre todas, podría saldar la deuda contraída por Adán, porque el valor de nuestras acciones buenas es limitado. Pero quien viene en nuestra ayuda, es el mismo Dios en Persona, porque solo Dios podía saldar la deuda contraída, ya que Dios es infinito y sus acciones tienen un valor infinito. Siendo Dios infinito, solo Él podía reparar la malicia infinita del pecado. Para reparar nuestra falta y pagar nuestra deuda, Dios mismo se encarnó, en la Persona del Hijo de Dios: al encarnarse, asumió nuestra naturaleza humana –menos el pecado-, de manera tal que cualquier acción que Jesús realizara –por ejemplo, clavar un clavo en la carpintería de su padre adoptivo, San José-, tenía un valor infinito, porque Él no era un simple hombre, sino Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios. Con la más pequeña de sus acciones, Jesús tenía la facultad de reparar todos los pecados de todos los hombres, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el último día de la historia humana, el Día del Juicio Final[2]. Y Jesús hizo mucho más que clavar un clavo para salvarnos –con esto solo podría habernos salvado-: entregó su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la cruz, para pagar la deuda del pecado, para vencer a los tres grandes enemigos de la humanidad –el Demonio, el Pecado y la Muerte- y para concedernos la gracia de ser hijos adoptivos de Dios. Con su muerte en cruz, Jesús reparó por nuestros pecados, pero eso no implica que inmediatamente todos somos buenos y santos, porque la satisfacción de Cristo no quita la libertad de nuestra voluntad[3]. Es decir, debemos demostrar a Dios que lo amamos y esa demostración la hacemos toda vez que, libremente, elegimos cumplir su voluntad, expresada en los Diez Mandamientos y en los Mandamientos de Jesús en el Evangelio. Jesús murió en la cruz para pagar la deuda que debíamos a Dios, pero nosotros debemos responderle, libremente, agradeciendo su sacrificio, para así demostrarle que verdaderamente lo reconocemos como nuestro Redentor. Solo así evitaremos encontrarnos entre los hijos de la Serpiente, los hijos de las tinieblas, y seremos verdaderamente hijos adoptivos de Dios, hijos de la luz, hijos de la Virgen.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 70-71.
[2] Cfr. Trese, ibidem, 72.
[3] Cfr. Trese, ibidem, 72.

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