viernes, 19 de agosto de 2016

Por qué debo, como cristiano, ayudar a mi prójimo a hacer un retiro espiritual


Charla para ayudantes de retiro
         Hoy el mundo vive, como decía un autor, etsi Deus non daretur, “como si Dios no existiera”[1]. Y no solo eso, sino que ha entronizado al hombre mismo en el lugar de Dios. No hay fe, no hay amor, como dice Santa Teresa: “El Amor no es amado”. Al entronizar al hombre en el lugar de Dios, el hombre no consigue la paz y jamás la conseguirá: “El mundo no encontrará la paz, hasta que se vuelva con confianza a mi Misericordia”, le dijo Jesús a Santa Faustina Kowalska. Vivimos en un mundo ateo, corrupto y a-católico, y nuestros hermanos católicos viven y forman parte de este mundo ateo, corrupto y a-católico. Vivimos en un mundo en el que la fe se relativiza, la liturgia se desnaturaliza, la familia se deshace, la juventud se pierde y las iglesias se vacían, al tiempo que se llenan los estadios de fútbol, los circuitos de fórmula uno, los paseos públicos y los centros de compra. En un mundo así, nuestros hermanos necesitan descubrir el sentido de la vida, que no es atiborrarse de comida y bebida y disfrutar al máximo los placeres terrenos, tal como el mundo lo proclama.
         Para encontrar a Dios, es necesario retirarse del mundo; en este sentido, ayudar a un prójimo a hacer un retiro no es ayudarlo a “encontrarse a sí mismo”: es ayudarlo a encontrar a Dios; no es ayudarlo “para estar en paz consigo mismo”, sino para estar en paz con Dios. Es señalarle el camino, es cumplir la tarea de Juan el Bautista, de Felipe, de María Magdalena, de Mama Antula. El hombre de hoy vive convencido de que su peor desgracia es su mayor bien: que no tiene necesidad de Dios, para nada, porque todo lo puede el hombre, sin la necesidad de Dios. Y es por eso que el hombre ha construido un mundo injusto, violento, repleto de guerras y crímenes, en donde se llega a la perversión de llamar “derecho humano” al aborto y “muerte digna” al suicidio asistido. Sin Dios, el hombre da vuelta todo, porque él mismo, sin Dios, está dado vuelta, y hace todo mal y vive en el mal, sin darse cuenta.
         Hoy –y siempre, pero nunca más que hoy- el hombre peca, es decir, levanta sus manos contra la majestad de Dios en los cielos, eleva la malicia de su corazón, osando contradecir los Mandamientos de Dios, imponiendo su voluntad a la voluntad tres veces santa de Dios, camina en dirección contraria al camino que lo conduce al cielo, el Camino Real de la Cruz, y todo le parece bien, y nada malo ve en pecar. Hoy, el hombre comete el mal, casi con la misma facilidad con la que respira, y piensa que nada sucede, que todo sigue igual, que da lo mismo pecar o no pecar, y como el pecado satisface la concupiscencia, entre pecar y no pecar, prefiere pecar, porque así se siente pleno en su corazón inclinado al mal por el pecado original. Hoy el hombre peca, y hace del pecado, es decir, de la malicia brotada de su corazón sin Dios -“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (Mc 7, 21)- su razón de ser y de existir. El hombre no toma conciencia de que su pecado lastima a Dios, al punto de quitarle la vida en la cruz. El hombre no cree que necesite ser perdonado de nada, o no sabe que Dios lo perdona en el Sacramento de la Confesión.
         Dice el Qoelet: “El que guarda los mandamientos no experimenta el infortunio, y el corazón del sabio sabe el cuándo y el cómo. Porque todo asunto tiene su cuándo y su cómo. Pues es grande el peligro que acecha al hombre, ya que éste ignora lo que está por venir, pues lo que está por venir ¿quién va a anunciárselo? No es el hombre señor del viento. Tampoco tiene señorío sobre el día de la muerte, ni hay evasión en la agonía, ni libra la maldad a sus autores. Todo esto tengo visto al aplicar mi corazón a cuanto pasa bajo el sol, cuando el hombre domina al hombre para causarle el mal (8, 5-9)”. Cuando el hombre domina al hombre para causarle el mal”, y eso es lo que sucede cuando el hombre se olvida de Dios: se convierte en el “lobo del hombre”; sin Dios, el hombre sólo causa mal –consciente o inconsciente- a su hermano, y se hace daño a sí mismo. Hoy el hombre no guarda los Mandamientos de Dios y así experimenta el infortunio de ser dejado librado a los impulsos de su corazón sin Dios.
Incluso, según el Qoelet, pareciera ser que al que obra el mal, le va bien, aunque eso es una ilusión, porque el pecado es el verdadero mal del hombre: “¡Otro absurdo!: que no se ejecute en seguida la sentencia de la conducta del malo, con lo que el corazón de los humanos se llena de deseos de hacer el mal; que el pecador haga el mal cien veces, y se le den largas. Pues yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios, a aquellos que ante su rostro temen, y que no le va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme ante el rostro de Dios. Pues bien, un absurdo se da en la tierra: hay justos a quienes les sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes sucede cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste es otro absurdo”. Es un absurdo y no es lo real, porque el mal, el pecado, no es lo que da paz al hombre, ni consiste en su bien.
Continúa el Qoelet, descubriendo cómo se nos escapan las maravillas de Dios, que pasan por nuestros ojos sin que nos demos cuenta, así como a un ciego se le escapan los colores, las formas y la vida, porque no puede ver con sus ojos lo hermoso del mundo: “Cuanto más apliqué mi corazón a estudiar la sabiduría y a contemplar el ajetreo que se da sobre la tierra -pues ni de día ni de noche concilian los ojos el sueño-, fui viendo que el ser humano no puede descubrir todas las obras de Dios, las obras que se realizan bajo el sol. Por más que se afane el hombre en buscar, no las descubre, y el mismo sabio, aunque diga saberlo, no es capaz de descubrirlo”. Y esto es así: respirar es obra de Dios en mí, porque Dios me mantiene en el ser a cada instante; ¿me doy cuenta de eso? ¡No! ¿Lo agradezco? ¡No!, porque no puedo agradecer un don que no veo, pero que sí poseo.
“El corazón de los humanos está lleno de maldad”, dice el Qoelet, y la maldad no es solo atribuirle milagros y cosas buenas al Demonio y sus agentes –por ejemplo, el Gauchito Gil, la Difunta Correa o San La Muerte, ídolos demoníacos a los que les atribuyen cosas buenas en la vida, cuando eso es falso-, sino que comienza en el no reconocer los dones de Dios: “Pues bien, a todo eso he aplicado mi corazón y todo lo he explorado, y he visto que los justos y los sabios y sus obras están en manos de Dios. Y ni de amor ni de odio saben los hombres nada; todo les resulta absurdo: como el que haya un destino común para todos, para el justo y para el malvado, el puro y el manchado, el que hace sacrificios y el que no los hace, así el bueno como el pecador, el que jura como el que se recata de jurar. Eso es lo peor de todo cuanto pasa bajo el sol: que haya un destino común para todos, y así el corazón de los humanos está lleno de maldad y hay locura en sus corazones mientras viven, y después... ¡con los muertos! Mientras uno sigue unido a todos los vivientes hay algo seguro, pues vale más perro vivo que león muerto. Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria. Tanto su amor, como su odio, como sus celos ha tiempo que perecieron, y no tomarán parte nunca jamás en todo lo que pasa bajo el sol”. Esto lo dice en un sentido relativo, pues los muertos que están en el cielo, no están muertos sino vivos, y disfrutan y gozan de la vida en su plenitud, en la eternidad.
“Anda, come tu pan con alegría y bebe tu vino con alegre corazón, que Dios está ya contento con tus obras. Lleva en todo tiempo vestidos de alegría y no falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas, todo el espacio de tu vana existencia que se te ha dado bajo el sol, ya que tal es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol. Cualquier cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra, ni razones, ni ciencia, ni sabiduría en el sheol a donde te encaminas”.
Nuestro prójimo, sin Dios, se encamina al destino descripto por el Qoelet, ¿y vamos a dejar que eso suceda? ¿Acaso no dice el Primer Mandamiento: “Ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”? ¿Me voy a quedar sentado, comiendo, bebiendo, viendo televisión, despreocupado del destino de mi hermano, que está por caer en el Abismo de donde no se sale? ¿Dónde está mi amor a Dios? Tenemos la obligación, por el Amor de Dios, de llevar a nuestros hermanos por el Camino que conduce al Padre, Cristo Jesús: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos lo ha revelado por su Espíritu, pues el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios. El ser humano no puede descubrir todas las obras de Dios, pero a nosotros Dios nos lo ha revelado por su Espíritu, pues el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios” (cfr. 1Co 2, 9-10; Qo 8, 17).
Analizando el pasaje del Qoelet “Anda, come tu pan con alegría y bebe tu vino con alegre corazón, que Dios está ya contento con tus obras”, dice así un escritor eclesiástico[2]: “Si queremos explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos con razón que nos parece justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las enseñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos nuestro vino con alegre corazón, evitando toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosidad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, socorrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace”. La vida del hombre dejar de ser “vanidad de vanidades”, dice este autor, cuando se alimenta del Pan de Vida eterna, la Eucaristía, cuando bebe del cáliz de la Alianza Nueva y Eterna, que contiene la Sangre Preciosísima del Cordero, y cuando, saciado con tanto Amor divino, se digna comunicar algo de ese amor a sus hermanos más necesitados, por medio de las obras de misericordia.
Es en este sentido en el que continúa este autor: “Pero la interpretación mística nos eleva a consideraciones más altas y nos hace pensar en aquel pan celestial y místico, que baja del cielo y da la vida al mundo; y nos enseña asimismo a beber con alegre corazón el vino espiritual, aquel que manó del costado del que es la vid verdadera, en el tiempo de su pasión salvadora. Acerca de los cuales dice el Evangelio de nuestra salvación: Jesús tomó pan, dio gracias, y dijo a sus santos discípulos y apóstoles: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados”. Del mismo modo, tomó el cáliz, y dijo: “Bebed todos de él, éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. En efecto, los que comen de este pan y beben de este vino se llenan verdaderamente de alegría y de gozo y pueden exclamar: Has puesto alegría en nuestro corazón”. Comiendo el Pan Vivo bajado del cielo y bebiendo del Costado traspasado su Sangre Preciosísima, el hombre no solo deja de obrar mal, no solo encuentra sentido a su vida, no solo deja de vivir una vida que es “vanidad de vanidades”, sino que llena su corazón de alegría: “Has puesto alegría en nuestro corazón, al darnos la Eucaristía”. Es para esto, para lo que ayudamos a nuestros hermanos a que hagan un retiro espiritual: para que se llenen de Alegría divina sus corazones, por medio del Pan del cielo, la Eucaristía.
Como Felipe, ser testigos de que “hemos hallado al Mesías”.
Que no se nos escape a nosotros la divinidad de Cristo, escondida bajo la apariencia de pan
“Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 45-51). La frase de Felipe a Natanael, en la que le anuncia el encuentro con Jesús, parece ser sólo el preámbulo de los diálogos que siguen; la frase parece ser sólo la introducción al resto del pasaje, en el cual Jesús alaba la entereza moral de Natanael –Bartolomé- y en el cual Natanael también lo reconoce como al Mesías. La frase “Hemos encontrado al Mesías”, más que una simple introducción a un diálogo, es la clave para todo el pasaje, y encierra en realidad toda la sabiduría y toda la alegría de la que es capaz de experimentar un alma en esta vida: el encuentro personal con Dios encarnado.
“Hemos encontrado al Mesías”. Según nuestro modo humano de pensar, creemos que la sabiduría radica en el conocimiento de las ciencias humanas, y que la alegría y la felicidad la dan el dinero, la buena salud y el sentirse bien. Sin embargo, es en la frase de Felipe la que nos indica dónde está la felicidad que buscamos: en encontrar al Mesías.
“Hemos encontrado al Mesías”. Felipe ve algo que los demás no ven: ve en Jesús al Mesías, es decir, a Aquel de quien hablaban los profetas, y Aquel a quien el Pueblo Elegido esperaba con ansia, ya que significaba una maravillosa intervención de Dios en medio de los hombres. Felipe ve y encuentra en Jesús la divinidad oculta en Él; mientras que a la mayoría de los contemporáneos, al ver a Jesús, no veían en Él al Mesías, sino al “hijo del carpintero”.
“Hemos encontrado al Mesías”. ¿Qué fue lo que hizo posible que Felipe encontrara al Mesías? ¿No era acaso Jesús ante los demás hombres, un hombre de aspecto igual  a los demás? Cuando Felipe lo encuentra y sabe que Jesús es el Mesías, Jesús no resplandecía, como lo hizo en el Tabor y en la Resurrección. No había nada en su aspecto exterior que delatara su ser interior divino. Por fuera era un hombre semita más, como todos los hombres de raza semita. ¿Por qué Felipe puede decir “Hemos encontrado al Mesías”, sabiendo que lo que decía era verdad, y que Jesús era en verdad Dios encarnado?
Por que Felipe ha recibido el don de la iluminación interior, el don que le permite ver con una capacidad nueva, sobrehumana, sobrenatural: Felipe ha recibido el don de la gracia, el don de la participación en la vida de Dios. Y porque participa de la vida de Dios, participa de su modo de conocer[3]. Y es así que conoce a Jesús como sólo Dios Padre lo conoce desde la eternidad: como su Hijo eterno, que ahora se ha encarnado y camina entre los hombres.
“Hemos encontrado al Mesías”. Llevados por nuestra tendencia a la racionalización de nuestra fe, también a nosotros se nos escapa la Presencia del Mesías en medio nuestro. ¿Quién podría decir, al contemplar la Eucaristía: “Hemos encontrado al Mesías”? ¿Acaso no parece la Eucaristía nada más que un pedazo de pan tratado en modo especial, pero al fin de cuentas sólo un pedazo de pan?
A los contemporáneos de Jesús, se les escapaba la divinidad de Cristo, escondida bajo su humanidad. Que no se nos escape a nosotros la misma divinidad de Cristo, escondida bajo la apariencia de pan.
“Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 40-42). Llevar a un prójimo a un retiro es decirle, a ese prójimo, lo que dijo Felipe en el Evangelio: “Hemos encontrado al Mesías”. Ese Mesías es Jesús y está vivo, glorioso y resucitado en el sagrario, en la Eucaristía.
No es como María Magdalena: “Se han llevado el cuerpo del Señor, y no sabemos dónde lo han puesto”. Nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo del Señor resucitado: en el sagrario, en la Eucaristía.
Como Juan el Bautista, señalar al Cordero que está en la Eucaristía.
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Juan el Bautista ve pasar a Jesús y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Mientras otros ven pasar a Jesús y dicen: “Es el hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55), Juan el Bautista, en cambio, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Juan el Bautista ve lo que otros no ven, y lo ve porque está iluminado por el mismo Espíritu Santo, tal como él lo declara: “Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”.
Juan ve al Espíritu Santo descender sobre Jesucristo en forma de paloma, y lo ve permanecer sobre Él; es la señal que Dios Padre, que es quien ha enviado a Juan a predicar la Llegada del Mesías, de que Jesús es el Hijo de Dios; a su vez, Juan puede ver al Espíritu Santo, porque él mismo está iluminado por el Espíritu Santo; de otra forma, le sería imposible saber que Jesús es el “Hijo de Dios”, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y “el que bautiza en el Espíritu Santo”.
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. A imitación del Bautista, que en Jesús ve, no “al hijo del carpintero”, sino al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, porque está iluminado por el Espíritu Santo, el cristiano, porque está iluminado por la fe de la Iglesia, inhabitada por el Espíritu Santo, al ver la Eucaristía, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, porque el cristiano ve, con los ojos del espíritu, iluminados por la luz de la fe, lo que el mundo no ve: mientras el mundo ve, en la Eucaristía, solo un poco de pan bendecido, el cristiano ve a Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías, que bautiza en el Espíritu Santo, y junto al Bautista, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y, al igual que el Bautista dio su vida por la Verdad de Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también el cristiano debe estar dispuesto a dar su vida, testimoniando la Verdad de la Eucaristía: la Eucaristía es Jesús, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Como María Magdalena, anunciar a Jesús que está resucitado en la Eucaristía.
Santa María Magdalena del llanto de la muerte a la alegría de la Resurrección
“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20,1-2.11-18). María Magdalena, de quien Jesús había expulsado “siete demonios”, va temprano al sepulcro, movida por el amor que le tenía a Jesús, como lo dice San Gregorio Magno[4]. No se resignaba a su muerte y su amor ardiente, es el que la conduce hasta el sepulcro, para estar más cerca de su Señor, aunque sea de su cuerpo muerto y frío. Al llegar, nota con sorpresa que la piedra del sepulcro había sido removida y, al asomarse al interior del sepulcro, observa que el Cuerpo de Jesús ya no está, y esto le produce una profunda tristeza; tanta, que comienza a llorar. Es en ese momento en el que dos ángeles le preguntan por la causa de su llanto: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y María Magdalena responde, sumergida en la tristeza: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. En ese momento, Jesús se le aparece y le hace la misma pregunta que le habían hecho los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras?”. María Magdalena, confundiendo a Jesús con el cuidador del jardín, le dice, pensando que es él quien ha trasladado el Cuerpo de Jesús a otro lugar: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo iré a buscarlo”. Como dice San Gregorio Magno, era el “intenso amor ardiente” que María Magdalena experimentaba por su Salvador, lo que la llevaba a buscar al que no encontraba, pero ahora que lo encuentra, no lo reconoce. Reconocerá a Jesús, es decir, su mente y su corazón se abrirán a la luz de Jesús resucitado, cuando Él la llame por su nombre, tocando con su palabra la raíz más profunda del acto de ser de María Magdalena: “¡María!”. En ese mismo instante, iluminada desde lo más profundo de su ser, sus sentidos espirituales son plenificados por la gracia santificante y así se vuelve capaz de reconocer con su mente y de amar con su corazón a Jesús resucitado y, reconociéndolo, le dice: “¡Rabboní!”, que significa “maestro”. Al reconocerlo ya como al Hombre-Dios resucitado, y al contemplarlo en la gloria de su Resurrección, María Magdalena se arroja a sus pies para adorarlo. Luego Jesús le encomienda a María Magdalena la misión más importante de su vida, que será la misión de la misma Iglesia, que vaya a anunciar a los demás que Él ha resucitado: “Ve a decir a mis hermanos: subo a mi Padre y Padre de ustedes; a mi Dios y Dios de ustedes”.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. Es de destacar que tanto los dos ángeles, como el mismo Jesús, dirigen a María la misma pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y la causa del llanto de María Magdalena es que busca a Jesús, pero a un Jesús muerto: María va al sepulcro a buscar a un Jesús que no existe, porque el Jesús muerto del Viernes Santo, ya no está más en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, porque ha resucitado. La causa del llanto de María Magdalena es que ha olvidado las palabras de Jesús, de que Él resucitaría “al tercer día” y por esta razón, busca a un Jesús que no existe. Eso sucede cuando racionalizamos la fe y oscurecemos así la luz de la gracia: sólo la luz de la gracia, que ilumina nuestra fe, nos hace capaces de contemplar a Jesús resucitado. De manera análoga, muchos en la Iglesia, tienen la fe de María Magdalena antes del encuentro con Jesús resucitado: buscan a un Jesús que no existe, creen en Jesús, pero en un Jesús muerto el Viernes Santo, pero que no ha resucitado y que mucho menos, prolonga y actualiza su misterio pascual, en la Eucaristía, porque no creen que Jesús resucitado esté, en Persona, con su Cuerpo y Alma humanos glorificados, en el Sacramento del altar. Y porque no creen ni en Jesús resucitado ni en su Presencia gloriosa en la Eucaristía, frente a las tribulaciones, se derrumban como María Magdalena, sin saber dónde está Jesús. Es por eso que debemos pedir la gracia de la fe: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5), la fe en Cristo muerto y resucitado, que prolonga su misterio pascual en la Eucaristía. Como María Magdalena luego del encuentro con Jesús, también nosotros debemos ir a anunciar a nuestros hermanos que Jesús ha resucitado y que por eso el sepulcro está vacío, pero nuestro anuncio no se detiene en el hecho de que Jesús sólo ha resucitado y ha dejado el sepulcro vacío, porque su Cuerpo muerto ya no está más allí, tendido sobre la loza fría sepulcral: debemos anunciar que Jesús ha dejado el sepulcro vacío, para ir a ocupar los altares y los sagrarios, con su Cuerpo glorificado, en la Eucaristía. A diferencia de María Magdalena, que “no sabía dónde estaba el Cuerpo del Señor”, nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo de Jesús glorificado: en la Eucaristía, en los altares, en los sagrarios, y es allí adonde debemos ir a adorarlo.
Por último, recordemos a Mama Antula: sus ansias de “quisiera andar hasta donde Dios no fuese conocido”[5] y a San Agustín: “El que salva el alma de un hermano, salva la suya”.



[1] La expresión se le atribuye al  teólogo y pastor, Dietrich Bonhoeffer (1906-1945).  Sin embargo, la autoría le corresponde al jurista, escritor, poeta y teólogo holandés, Hugo Grocio, quien la pronunciaría tres siglos atrás; cfr. http://www.lupaprotestante.com/blog/etsi-deus-non-daretur-vivir-como-si-dios-existiera/
[2] Cfr. San Gregorio de Agrigento, sobre el Eclesiastés, Libro 8, 6: PG 98, 1071-1074.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia, Ediciones Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, ...
[4] De las Homilías de san Gregorio Magno, papa, sobre los Evangelios; Homilía 25, 1-2. 4-5: PL 76, 1189-1193.
[5] http://www.mamaantula.org/ESPANOL.html

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